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Reseña: El juego de Gerald de Stephen King

 

Por Aarón Alva

Jessie se encuentra esposada a la cama, su marido muerto en el suelo, devorado por un perro hambriento, y toda posibilidad de contacto humano separada por cientos de kilómetros (sin acceso a los hechizos tecnológicos que hoy en día nos salvarían con pronunciar un simple “Ok google, llama al 911”). Como suele ocurrir al inicio de sus novelas, a Stephen King le encanta situar a sus personajes en serios aprietos, y a partir de ello emprender un crucero creativo del que ni él mismo prevé el camino. La escena anterior corresponde al infausto atolladero en que se encuentra Jessie, la protagonista de El juego de Gerald, novela publicada en 1992.   

    A diferencia de sus novelas corales, donde hacen su aparición muchísimos personajes importantes —tales como Apocalipsis de It—, King nos presenta aquí a una mujer enclaustrada no solo en un cuarto de bosque apartado de la civilización, sino entregada a un silencio total, en el que su consciencia adquirirá el protagonismo que ella pareciese perder por voluntad propia. ¿A quién si no a nosotros mismos podríamos recurrir en una situación así? En principio a una voz desesperada que tras hurgar a la velocidad del rayo las pocas esperanzas de salvación, terminará por ceder la posta a otras voces que uno mismo no creía poseer; voces de una fortaleza sarcástica frente a la debilidad y resignación de Jessie (39 años), camufladas por el recuerdo de amigas que marcaron su juventud. Naturalmente, aquellas voces se encargarán no solo de jugar un papel decisivo en su liberación actual, sino también de escarbar en los leños aún ardientes de un pasado que, sin lugar a dudas, la condujo a su presente “prisión”.

  “¿Qué es una mujer? Un sistema de vida para un coño.

  “Ya está bien, Jessie”, ordenó la Santa Esposa Burlingame. Su voz sonó inquieta y disgustada. “Déjalo ahora mismo.”

  No es gratuito que King dedique este libro con cariño y admiración a seis mujeres estupendas, entre ellas su esposa, pues “El juego de Gerald”, puede entenderse como la lucha de una mujer por liberarse de aquella impostura de objeto sexual a la que se ha visto arrastrada desde un hecho ocurrido en su infancia. Son varios los simbolismos que el autor aprovecha con fina puntería para trenzar lo que significa la liberación  de Jessie: el perro hambriento que primero devora y consume al hombre para luego comer la carne de Jessie, y que ella finalmente impide; la sangre como símbolo de sacrificio y liberación —este elemento vital parece ser uno de los preferidos de King; recordemos el valor de la sangre en Carrie—; el anillo de matrimonio que es ofrendado a un devorador de muertos al momento de su escape; entre otros. Y, definitivamente, las voces en su interior, encarriladas a configurar el modelo real de una personalidad capaz, decidida y libre, y sobre todo, posible.

    Respecto a lo literario, el libro se deja leer con la sencillez bien trabajada a la que nos tiene acostumbrado King. Técnicamente, resalta el manejo y balance de los niveles realidad, así como lo onírico para enlazar las escenas y realzar el clima psicológico de la obra. Sin embargo, quizá el buen riesgo al que se enfrente King —sostener casi el entero de la obra con un solo personaje—, le juega a veces una mala pasada en lo concerniente al dinamismo, pues por ratos resultan redundantes los diálogos con las voces interiores y la lectura pierde agilidad. Lo mismo ocurre en la sección final, donde un nuevo personaje en la vida de Jessie dilata la vivacidad del relato.

   En resumen, considero que El juego de Gerald se suma con buenas alas a la poética de un autor que usa el terror como mera excusa para escarbar la psicología humana, lastimosamente humana.

   A leerlo.     


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