Por: Cristhian Briceño Ángeles
I
Uno los objetivos que la formación de un canon literario supone, según ha manifestado Harold Bloom en El canon occidental, es la preservación de un conjunto limitado de obras convenientes cuya lectura sea una inversión beneficiosa y satisfactoria para quien la aborda, siendo insuficiente la vida media del hombre (los bíblicos “sesenta años”) ante la espantosa cantidad de publicaciones que la civilización ha ido acopiando a lo largo de los siglos. Estas obras, en teoría, deben poseer un valor inamovible que las haga apreciables incluso cuando, en el devenir, las generaciones futuras hagan girar sus inclinaciones estéticas en 180⁰ (y digo estéticas por considerar este valor intrínseco superior a cualquier valoración política o filosófica). No obstante, hablar de absolutos sería una necedad si antes no se toman en cuenta otros factores que invariablemente hacen que el problema del canon sea menos un organismo estático que un lugar de pugnas y circulación que tanto acoge como destierra sin que por ello su validez se vea mermada. En este punto cabría recordar los conceptos “nacional” y “popular” tal como los entiende Gramsci en los apuntes diseminados en sus Cuadernos de la cárcel; si entendemos que la idea de canon viene precedida por una autoridad académica que supervisa con inflexibilidad qué es aquello literariamente sobresaliente que debería sobrevivir en el imaginario de la humanidad, entonces tendremos un conjunto de obras agrupadas a partir de un gusto arbitrario y que se acerca más a una sola sensibilidad refinada que a la de la mayoría; la literatura como uno de los pilares que dan forma a la idea de “nación” se vuelve, entonces, un catálogo de obras que dicen mucho a muy pocos y muy poco a muchos; del otro lado, y por contraste, el término “popular” significaría aquello que goza de aceptación, pero no logra superar la barrera del buen gusto. Por tanto, si tratamos de entender el canon como un intento por agradar a todos, entonces nos toparemos con barreras difíciles de superar, si no con verdaderas murallas infranqueables.
Dicho esto, podemos analizar el caso que nos presenta Mariátegui en el último apartado de sus 7 ensayos, el que se ocupa de la literatura peruana de principios del siglo XX. Ya desde el inicio de su valoración, Mariátegui nos advierte que su crítica renuncia totalmente a ser parcial, es decir, su espíritu inquisidor, advirtiendo que el establecimiento de un canon no es otra cosa que una manifestación de la individualidad del crítico, se justifica de antemano y da por hecho que su propuesta tiene que ver, como se puede apreciar más adelante, con su postura ideológica y su estimación de la sociedad en cuanto verdadera artífice de la idea de Nación. Ya desde sus iniciales menciones a los primeros exponentes de la literatura escrita en territorio peruano nos deja en claro que toda manifestación literaria deudora de una sensibilidad colonizadora no es auténtica, por lo menos no para la conformación de una literatura representativamente peruana. Es más, en este punto no solo valora la dependencia y falsedad de lo escrito durante la etapa colonial, sino que también descalifica su validez estética, y más aún, su capacidad para sintonizar con el espíritu popular, aquel que, en último término, es el juez máximo del proceso al que somete los textos: “La obra pesada y académica de Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular”. No obstante, lo que nos queda claro, luego de haber revisado a los autores que disecciona y comenta, es que la conformación de su canon tiene poco que ver con su opinión final; si bien se muestra crítico con lo que llama “pasadista”, se nos hace obvio que la sola mención y análisis significa una inclusión dentro del corpus de autores que son necesarios para entender cuál es el proceso (en su acepción ya no judicial, sino relacionada al conjunto de fases de un fenómeno en particular) de la literatura peruana. Así, por ejemplo, la inserción de Riva Agüero y la generación del novecientos, rescatistas de la casta española que había quedado latente desde la fundación de la República, se la hace indispensable para dar organicidad a su selección, pero también para enfrentarlos y realzar la figura de aquellos escritores, como Melgar o Vallejo, que, según su valoración, representan, cada cual en distinta intensidad e itinerario, el surgimiento de una literatura propia, una literatura que ha roto con las ligaduras colonizadoras y que, a partir de la dinámica de influencias y sensibilidades propias de los creadores legítimos, formulan en sus obras un horizonte nuevo, una propuesta renovada que encierre lo verdaderamente nacional. De esta forma, el canon propuesto por Mariátegui funciona por contraste, por las tensiones que genera y le dan valor si es que se quiere entender la evolución de una .
A la distancia, el canon bosquejado por Mariátegui, como es obvio, va siendo modificado por la posteridad, y varios de los que en ese momento fueron convocados terminan por ser destituidos, mientras que otros persisten. El flujo del centro a la periferia (o a los extramuros) es una constante, lo único que no cambia. En otra parte de El canon occidental, Bloom nos explica que, según la época, hay géneros considerados más canónicos que otros; naturalmente, con el paso del tiempo las propuestas envejecen y ya no resultan atractivas cuando sus altos estandartes fueron la novedad o la apelación al espíritu de época. “¿Dónde están, después de todo, las formas soberanas de antaño: la épica, la saga, el poema narrativo byroniano, la oda autobiográfica a la manera de Wordsworth?”, se pregunta Cynthia Ozick en uno de sus ensayos. El caso más significativo de la relación de autores presentes en El proceso de la literatura es el de Alberto Hidalgo, poeta arequipeño que en los años veinte del siglo pasado aparecía inevitablemente en los índices de poesía latinoamericana, junto a Huidobro o a un joven J. L. Borges, y sus libros eran enaltecidos por figuras ilustres de la literatura y la crítica peruana como Valdelomar y el aprista Luis Alberto Sánchez. Su estrella duró poco: fue asfixiado por la figura de Vallejo, aunque, para ser justos, su estética se emparentaba más con las vanguardias efímeras de entreguerras, de las que muy poco ha quedado en el panorama actual de la literatura peruana, a no ser obras maestras como los 5 metros de poemas de Oquendo de Amat o los libros del indigenismo vanguardista del colectivo puneño Orkopata. En la actualidad, Hidalgo casi no existe, y no por ello se derraman lágrimas. Algo menos dramático, pero igual de devastador, ocurrió con Chocano; de ser un poeta de fama continental, coronado por presidentes y dictadores, sobreviviente de una condena a fusilamiento en Guatemala y asesino de un joven periodista en 1925, entre otras peripecias, pasó a ser catalogado como un poeta de artificios, de versos engalanados con el vacío de manoseadas retóricas parnasianas, y su obra acabó siendo considerada demodé.
Lo que resulta sorpresivo es que Chocano, a pesar de ser ahora un ejemplo de lo poéticamente incorrecto, fue una de las influencias primarias de Vallejo (además de otros modernistas como Herrera y Reissig o “el sublime Darío”, como suele nombrarlo en sus cartas de juventud); aún más, el propio Vallejo fue uno de los animados asistentes cuando, en 1921, el presidente Leguía lo coronó, en ceremonia pública, como poeta laureado, el único que ha tenido el Perú. Aquí debemos considerar un hecho innegable que en el acápite de Mariátegui dedicado a Vallejo se nombra de manera tangencial, y es que su primer libro de poemas, Los heraldos negros, tiene una fuerte influencia del Modernismo. De cualquier forma, lo modernista en Vallejo es un paso previo, obligatorio, si se quiere. Es en las últimas secciones de su primer libro donde vemos a un Vallejo desvistiéndose de las ropas que la tradición le imponía. En los borradores del poema que da título al libro es donde asistimos a ese giro en su sensibilidad, más precisamente en el verso 12 (troca la frase “de alguna almohada de oro que funde un sol maligno” por “de algún pan que en la puerta del horno se nos quema”); he aquí cuando se va orientando a ese otro estadio que prefigura Mariátegui y decide reelaborar versos enteros en los que las imágenes modernistas dan paso a una voz más auténtica. Esta nueva retórica no es bien recibida por gran parte de la crítica: la bibliografía, los entredichos y demás chismes sobre este particular son asunto dilatado y no vienen al caso. Sin embargo, quiero resaltar que en esta elección, el joven Vallejo se establece en aquello que la oficialidad no ve con buenos ojos y que se aparta del gusto estandarizado de una época o, en otras palabras, lo que se encuentra en la periferia del canon o en pugna por integrarse a esa convulsa periferia. Es esta elección del creador la que, en última instancia, da vida al canon, pues sin la estimulación de una estética nueva e invasiva cualquier proceso, sin duda, tiende a fosilizarse gradualmente, a devaluarse. Por tanto, el carácter provisional del canon compuesto por Mariátegui no debe entenderse como su invalidez, sino más bien como su característica más valiosa, ya que es la misma transitoriedad de sus participantes la que lo hace valioso en sí mismo; la supresión de una figura como la de Hidalgo no es sino una evidencia de la vitalidad del mismo canon, de su valor para enjuiciar una propuesta, desecharla si es que la considera anacrónica, circunstancial o accesoria, y asimilar una propuesta nueva, hasta que venga otra y la destrone o hasta que logre ubicarse en ese lugar inamovible que solo algunos pocos elegidos alcanzan, lo que vendría a llamarse una canonicidad estática. Llegar a esta etapa, sin embargo, no asegura, necesariamente, ser leído a cabalidad por todos.
Si bien para la fecha de publicación de los 7 ensayos la figura de Chocano estaba en declive, su influencia aún era manifiesta, pero ya se estaba produciendo en este periodo lo que se llama “transferencia”, es decir que el cambio de sensibilidad de época ponía al descubierto que la retórica de Chocano había envejecido, y mal, ya no era moderna; parafraseando a Danilo Kiš, “es deseo de todo autor, consciente o inconscientemente, el ser moderno, y no serlo es empezar a desaparecer del canon, a ser borrado de la memoria colectiva”. Existen, entonces, unos protagonistas que proponen la innovación, mientras que otros se ven envueltos en la ranciedad (que sólo en muy contadas ocasiones no es definitiva). El caso Vallejo-Chocano es un ejemplo magistral de estas oscilaciones dentro del canon. Vallejo representa la renovación, mientras Chocano el pasadismo, el confort de lo conseguido. No significa esto que Chocano haya salido con las manos vacías; sus logros están fuera de discusión, pero no la actualidad de los mismos. Se enjuicia no solo la validez de una estética, sino su validez dentro de unas coordenadas temporales, lo que es distinto, aunque no menos devastador. La salida del canon que experimenta Chocano es, por tanto, lo que le da vida al canon, lo actualiza, lo torna próximo, asequible, hace soñar a los lelos con la gloria de la trascendencia. A la distancia, también, se ve la superación de una propuesta, su validez diacrónica, su presunta permanencia indefinida.
II
En 1928, año de la publicación de los 7 ensayos, salía a la luz el primer libro de Martín Adán, alias Rafael de la Fuente y Benavides. Con el tiempo, su figura fue elevándose al sitial de los poetas canónicos del Perú, junto a Vallejo, Eguren y unos cuantos más. Bien. Aunque no ha pasado aún un siglo de ese debut, podría decirse, sin vacilar, que Adán es uno de los inamovibles, por los logros alcanzados en su poesía. Sin embargo, a pesar de ser un Poeta (con mayúsculas), su fama no ha logrado vulnerar las fronteras de su país. Ni siquiera cuando escribió un largo poema titulado Escrito a ciegas como respuesta a la periodista argentina Celia Paschero, quien lo animaba a que le cuente sobre su vida como parte de un artículo que debía escribir para un periódico bonaerense. Sin embargo, Adán es más conocido en Perú por ese primer libro de 1928, La casa de cartón, un texto en prosa que escribió a los 16 años como parte de un ejercicio de su curso de gramática española. Ello, a mi entender, pone en cuestión la validez del canon, no como ente validador de autores, sino como incitador de lecturas.
“En la mayor parte de los casos, la defensa de textos (y modelos) antiguos, no es necesariamente signo de un interés excesivo en ellos, sino más bien signo de parcial indiferencia respecto a ellos. Cuando han sido perpetuados durante suficiente tiempo, los textos se vuelven gradualmente factores marginales en la literatura”, nos dice el investigador israelí Even-Zohar. De esta forma, el caso de Adán vendría a ser representativo de este fragmento citado, aunque con ciertos atenuantes. Estos atenuantes serían las exigencias que entrañan sus libros de poemas. No es fácil sumergirse el discurso barroco de Adán sin extenuarse de retórica (en el buen sentido), sobre todo cuando sus textos más representativos son tan herméticos como el lenguaje pre babélico. El resultado de esta dificultad es que la lectura de la obra martinadánica solo sea considerada por algunos iniciados o exégetas pertenecientes a la academia. Es más, el fragmento citado de Even-Zohar da en el blanco, en el caso de Adán, pues la marginalidad de los textos es todavía más notoria debido a la creciente imagen mítica que se conserva del poeta limeño, aquella en la que se le ha retratado como un alcohólico insalvable, homosexual encubierto y huésped voluntario de un centro de salud mental; esta coyuntura, claro está, nos obliga a desviar la mirada. En los planes lectores de las instituciones educativas del Perú hay apenas fragmentos de su primer libro, quizá tan solo una referencia a su nombre verdadero, a la fecha de su nacimiento, a la generación a la que pertenece; con suerte veremos alguna foto suya de principios de los sesenta, en baja resolución, donde aparece mal afeitado, vistiendo traje gris y con las mejillas infladas, como un querubín soplando un corno celestial. ¿Alguien recuerda haber leído La campana Catalina, acaso el mejor de sus trabajos? Paradójicamente, quizá se le cita en la misma proporción que al casi olvidado Hidalgo, si no menos.
Con Vallejo, centro indiscutible del canon poético peruano, ocurre algo parecido: a pesar de ser una imagen icónica, inserta ya hace mucho a la cultura popular (mi hermano, tan ignorante de lo mío como yo de lo suyo, tiene el rostro del poeta estampado en uno de sus polos de diario), o de haber aparecido en los infames y ochenteros intis, lo más conocido de su obra, además de “Los heraldos negros” (el poema, no el libro), “Masa” y “Piedra negra sobre una piedra blanca”, es Paco Yunque, un cuento de temática social que podría haber sido escrito (digo, es un decir) por Arguedas o Julián Huanay. Aquí también, como en el caso de Adán, es el hermetismo de Trilce lo que espanta al lector silvestre, o quizá su belleza incomprensible, y lo mismo con sus poemas póstumos, por no hablar de su obra narrativa o ensayística. O tal vez sea que el canon es una especie de herramienta, como la escritura, que nos genera la confianza de un autor que no va a desaparecer, de unas ideas que sobrevivirán en el papel, y por ello uno posterga indefinidamente la cita. Es algo parecido a lo que ocurre con las grandes figuras, no de algún canon nacional, sino del universal, como Homero, Petronio o Shakespeare. No son del gusto popular, y así el canon pierde su contundencia. Tal vez esto sea más obvio en un canon amplio, ya que los nombres suelen prescindir de cualquier movimiento de fuga, las entradas y salidas son más lentas, menos necesarias. Es como disertar sobre un fragmento de la Ilíada solo para mencionar lo curioso que resulta un personaje como Tersites, el único plebeyo que tiene voz en esa épica de aristócratas, o alabar la excepcional construcción de una personalidad como la de Yago sin haber leído nuevamente Otelo. Así, la obra parece convertirse en el fragmento de una vasija ática exhibido en un museo que nos cuenta, con restricciones y abismales elipsis, la historia de Perseo. A lo mejor un cuadro ideal sea aquel narrado por el griego Dión de Prusa en una de sus crónicas del siglo primero, cuando llega a un pueblo de bárbaros y se sorprende al advertir que todos se saben la Ilíada de memoria.
Nuevamente me remito a lo dicho por Harold Bloom en El canon occidental para graficar esta cuestión. En el primer capítulo del libro nos dice que una obra que ha entrado al canon debe tener, como una de sus características medulares, el poder de renovarse en cada lectura, es decir, debemos leer estos textos escogidos como si fuera la primera vez que lo hacemos. Sin embargo, más adelante nos cuenta su experiencia al leer una vez más el Paraíso perdido (un texto que, según nos cuenta, es de sus favoritos) para el dictado de un curso, pero esta vez intenta hacerlo como si no supiera nada de él, olvidando, creo que inverosímilmente, toda la bibliografía relacionada que, tras décadas de lectura metódica, su cerebro había alojado; luego, pasa a narrarnos el esfuerzo que le significó tal lectura, etc. Me pregunto si la mayoría de lectores posee esta capacidad, sin duda prodigiosa y, aún más, fatigante. No creo que la mayor parte de lectores tenga la voluntad para hacerlo. No creo, siquiera, que el Paraíso perdido sea una lectura gratificante para muchos (yo, por mi parte, prefiero el Sansón agonista). El caso es que los ejemplos de Vallejo y Adán serían muestra de una canonización fragmentaria, imperfecta cuando se echa a andar, ya que el elemento literario de los canonizados se vuelve anecdótico. En cuanto a Vallejo, es uno de esos escritores filicidas, saturninos, en el sentido que es evidente cómo devora a sus hijos y no deja lugar a la réplica. Si bien Mariátegui opina que Vallejo representa la nueva poesía, y luego valida y valora los elementos andinos de su propuesta, la verdad es que el factor andino, ahora, es tangencial al momento de considerarlo. Su obra, santificada, en parte, se alinea con la canonicidad estática, es decir, es un monumento bello, de duro y elegante mármol imperecedero, pero cubierto por una capa de polvo. Tal es su lugar. En cuanto a Martín Adán, todavía deja espacio para los epígonos y derivados, algunos bastante convincentes, exploradores de su barroquismo en buena ley. El canon ha hecho de ellos figuras valiosas, pero estáticas, fragmentadas como dioses que esperan por quien recoja las partes de sus cuerpos y las ensamblen nuevamente. La dinámica del canon, su inestabilidad, encierra, entonces, la recompensa de esa espera.
Puedes encontrar el artículo en la edición 6- 2022
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