En mi nota anterior («Lima y su [pequeños] misterios») les contaba que, viviendo rodeado de una fealdad extrema en la década de 1980 –en la que uno se ahogaba cada hora del día, todos los días, entre hiperinflación, apagones diarios y matanzas también diarias–, estuve a punto de perder el alma, tal la depresión en que se puede caer cuando todo se desmorona alrededor de uno. También les conté de cómo, por medio de las pequeñas cosas que la ciudad ofrecía en la forma de «arte encontrado», pude paliar sus efectos. (No fue lo único, claro, pero sí fue gravitante.) Les ofrezco ahora algunos materiales que echan un poco de luz sobre la cuestión del arte.
«Si en cualquier momento entre 1750 y 1930, pedíamos a una persona educada que explicara cuál era la finalidad de la poesía, del arte o de la música, nos habría dicho: “la belleza”. Y si le preguntábamos por qué era eso importante, habría dicho que la belleza es un valor, tan importante como la verdad y la bondad. En su documental «Por qué la belleza importa» (en verdad, un ensayo visual), el agudo filósofo británico Roger Scruton, especialista en Estética, nos dice:
«Si en cualquier momento entre 1750 y 1930, pedíamos a una persona educada que explicara cuál era la finalidad de la poesía, del arte o de la música, nos habría dicho: “la belleza”. Y si le preguntábamos por qué era eso importante, habría dicho que la belleza es un valor, tan importante como la verdad y la bondad.
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