Por: Sergio Herrera Deza
Justo Orzán está próximo a jubilarse y ensaya su acto final. El anciano bonachón y regordete desea publicar un libro de historia “auténtico” para los escolares peruanos. Anhela que sea dinámico e ilustrado, un hijo de tiempos pasados. Épocas ajenas a la victoria del fanatismo ante el sentido común. Sus amigos del colegio público le sugerían que eligiera las culturas prehispánicas o el Virreinato para ahorrarse problemas. Pero Justo hizo caso omiso: se encaprichó en abordar la República del siglo XXI y lo poco que en 2032 quedaba de ella. Ya no había marcha atrás: el manuscrito estaba listo y Justo debía visitar hoy a un editor recomendado por un colega confiable.. “Está encantado con el resultado”, le dijeron.
Quizás Fernando habría querido que el libro se publicara, aunque ya no había forma de preguntarle. Eso sí, sus estudios en Ciencias Políticas y sueños de impartir cátedra sobre gobernantes latinoamericanos apuntaban que habría apoyado a su padre en ese proyecto. O al menos así lo creía Justo. Aquello lo motivó a sumergirse por un año entero en la investigación de tres décadas de historia reciente.
Justo hurgó en hemerotecas, bibliotecas locales, llamó a amigos confiables y luchaba por contener la emoción tras su proyecto. Quería que los estudiantes peruanos se aproximen a la verdad, al país que vivieron sus padres y hermanos mayores. Que abrieran los ojos y rechacen el discurso de los influencers oficialistas que odiaban el pensamiento disidente.
Había que aprender sobre batallas perdidas, prosperidades falaces y tiranos de hojalata, pero también sobre hechos recientes. Además de las políticas económicas y los embates del terrorismo, Justo no quería olvidar polémicas, anécdotas que pintaban de cuerpo entero a los últimos mandatarios y levantaban la eterna pregunta: ¿En qué pensaba el pueblo al elegirlos?
Porque cuando la euforia de las victorias electorales se disipaba, los presidentes mostraban su verdadero rostro: vicios, egos colosales, indecisión, frivolidades, en fin. Rasgos que se perdían en las notas obsoletas de los medios, pero que Justo quería reivindicar para los escolares de hoy y los profesionales del mañana. «Pero, ¿acaso habría una luz al final del túnel?», se preguntaba para sus adentros.
El profesor tenía motivos para dudar. Las ilusiones se habían acumulado en su expediente antes de evaporarse. Recordó cuando «El Zorro» llegó al poder tras la renuncia de su antecesor y pese a las dudas iniciales comenzó a impulsar reformas para barrer la corrupción. Pero luego lo vacaron en plena pandemia, cautivó a la juventud a base de reels virales e insistió en volver a la presidencia, aunque el establishment lo hubiera inhabilitado.
Para Justo, «El Zorro» se unió a su lista de decepciones políticas tras enterarse que se vacunó en secreto, mientras miles de peruanos morían de coronavirus en hospitales abarrotados, entre ellos, Dalia, su esposa y madre de Fernando. Aun así, cuando hace cinco años, un encapuchado que gritaba consignas extremistas le disparó a Viteri en un café de San Isidro, sintió algo parecido a la tristeza. Y a pesar de las posibles represalias, Justo incluyó en el libro las críticas internacionales al gobierno actual por negarse a colaborar en las investigaciones del magnicidio.
A las diez y media de la mañana, mientras camina por su calle hacia el paradero, piensa en todo aquello que se negó a callar en 500 páginas. El profesor anda sereno, solo pendiente de esquivar bolsas de basura acumuladas y perros hambrientos que se cruzan como espectros en su camino. Al llegar a la avenida de los Próceres, nota que en la sanguchería del barrio transmiten “Sábados con Calichín”, el programa líder de concursos. En el capítulo de hoy, un par de jóvenes enjutos y en calzoncillos se agarran a puñetes en un “ring de box”. ¿La recompensa para el ganador? 50 soles.
Familias, ancianos y el personal del local observan con entusiasmo el espectáculo y estallan en carcajadas sonoras cuando uno de los deslucidos concursantes aventaja al otro con un zurdazo torpe. Disgustado, Justo se queja ante el viejo Belisario, su mozo de confianza:
—Al menos no los obligan a comer cucarachas con ají como a la señorita de la semana pasada.
—Es lamentable, Justo. Ya van cinco temporadas y no lo cancelan. Pero Calichín jamás se irá de la televisión, porque donó tres palos verdes a la última campaña de nuestro querido presidente.
—Este impresentable se las sabe todas. Si tan solo usara esa mente para generar chamba o construir industrias, ¿dónde estaríamos?
—¡Oiga, baje la voz! Uy, cómo le sale sangre de la nariz al muchacho… —exclamó una mujer sin despegar la mirada del televisor.
—Bueno, me voy al pasaje Los Pinos. Volveré en la noche, Belisario. Creo que pediré una butifarra —dijo Justo entonces, recordó a un niño Fernando disfrutando uno de esos sanguches.
Belisario se despidió y dijo de repente:
—¡Amigo! Veo que toma fotos desde hace varios días en esta calle. ¿Es asesor inmobiliario? Venga, tómese un jugo surtido —preguntó el mozo a un joven desgarbado y de rostro afilado que pasaba por la puerta.
—Estudio arquitectura —atinó a responder, mientras observaba a Justo salir a la calle. Acto seguido, sacó su celular.
Finalmente, Justo se subió a un micro destartalado de líneas fosforescentes para dirigirse a la oficina del editor en Miraflores. Era junio y los acelerones del chofer llenaban el interior de una mezcla gélida de smog y vientos salinos. El profesor no lo sintió: vestía una chompa que le regaló Dalia. Ya no gozaba más de su seco con frejoles, pero sí de sus habilidosas manos para tejer.
Sumido en la nostalgia, tararea “11 y 6” de Fito Páez, la canción que le dedicó a su mujer cuando se le declaró en sus veintes. “Miren todos. Ellos solos. Pueden más que el amor y son más fuertes que el Olimpo”, murmuró. Recordó también cómo varios de sus alumnos se burlaron de la letra, cuando sonó su tono de llamada en pleno examen sobre la Guerra del Pacífico.
—Qué pasa profe, ¿quiere afanar a una miss de primaria? —dijo el loco Barragán, quien pronto se arrepintió de la burla, pues Justo lo obligó a permanecer de pie en el fondo del aula.
Fue la gota que colmó el vaso tras una seguidilla de jugarretas del chico como trabajos realizados con ChatGPT y Deep Fakes, aquellos videos artificiales donde Justo “cantaba” reggaeton, trap y hits del momento de TikTok. Otros alumnos clonaron su voz para crear una renuncia falsa que enviaron al licenciado Ponce, el director del colegio, quien luego fulminó a Justo por su falta de carácter. “Este es un país de mano dura”, le recriminó. No lo expulsó, solo porque su jubilación estaba cerca. Además, un mediocre profesor de química que solo pudo ascender tras unirse al partido oficialista tenía ambiciones más urgentes.
Mientras el viaje avanzaba, el chofer escuchaba una emisora de bachata conducida por un locutor artificial, de acento puertorriqueño. Solo lanzaba curiosidades de las canciones obtenidas en Wikipedia y alguna que otra pregunta trivial para la audiencia. Ya nadie opinaba ni comentaba al aire. Los modelos de voz dominaban la palestra y algunos medios oficialistas los usaban para difamar a los periodistas incómodos. Pero el Congreso había aprobado una ley que prohibía los verificadores de datos por considerarlos “parcializados”.
Tras llegar al pasaje Los Pinos, Justo subió las escaleras de un edificio a medio construir. Lo citaban en el quinto piso según su contacto. Se aproximó a una puerta blanca y tocó el timbre tres veces. Ni bien le abrieron, solo alcanzó a ver una oficina lúgubre y la figura estirada del licenciado Ponce frente a un escritorio. No pudo saludarlo, porque dos hombres fornidos lo tomaron de los brazos. Una vez inmovilizado, comenzaron a zarandearlo y a propinarle puñetes y patadas hasta que cayó boca abajo, derrotado.
Indiferente a tanta brutalidad, Ponce dejó su lugar y caminó hacia él antes de pisarle la mano que tenía libre. Un crujido de huesos resonó en la escena, sucedido por gritos de dolor indescriptible.
—¡Ya basta de jugar al superhéroe, Orzán! Tu amigo Olivares aprecia su chamba y me contó todo sobre tu libro para los chibolos. Es una basura, un panfleto de última categoría. No podía esperar menos de ti. ¡Anda! ¿Por qué no lo presentas en el Lugar de la Memoria? Ah, cierto, ya no existe —dijo Ponce en tono burlesco, antes de escupir sobre la cara de su subordinado y que los demás celebren la treta.
—¡Solo quiero preservar la historia! Sabes quienes se levantaban el país en hombros, Arturo. —exclamó Justo, con la voz entrecortada por brotes de dolor.
—Más respeto con el doctor Alarcón, imbécil. Sus hombres te han estado vigilando y ahora mismo ingresan a tu casa para embargarte por traidor a la patria —respondió Ponce.
—¡Cállate! ¡No sabes de lo que hablas! ¡Eres un sobón, un lacayo de este sistema que nos han impuesto!
—¿Qué pasa? ¿Quieres ser patriota, Orzán? Te regalo una escarapela si quieres. Mejor, ¿por qué no aclaras que quieres homenajear al vago de tu hijo?
—No hables de Fernando…
—Cuando quiero reírme, recuerdo cómo lo dejaron tras la marcha anti reelección. Si le veías el rostro, no se te habría ocurrido que alguna vez fue una persona.
—¡Cállate, imbécil! —respondió Justo, totalmente furibundo. Sus quejas lo hicieron merecedor de una ráfaga de descargas eléctricas, cada una más tortuosa. A la tercera, a Ponce le dio un ataque de risa y expresó:
—Ahora ya no te harás el digno, ¿te acuerdas cuando aceptaste esa rica plata del Estado para evitar un juicio a la Policía por bajarse a tu hijo?
—No lo he olvidado y me arrepiento todos los días de mi vida.
—Aún estás a tiempo. ¡Borra esa porquería de libro y pasa al lado correcto de la historia! —vociferó Ponce. Pero Justo no respondió: yacía en el piso, con los ojos entreabiertos y la moral destruida. Por breves instantes, alcanzó a divisar el reloj de la oficina: 11:06 am. Al día siguiente, todos los diarios de Lima reportaron que a esa hora se escucharon tres disparos en el pasaje Los Pinos. “Solo se trató de una cacería de ratas”, dijo la versión oficial.
Sergio Herrera Deza:
(Lima, 2001). Comunicador y periodista, egresado por la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Aficionado a la historia, el rock clásico y el periodismo literario, le apasiona expresar por escrito sus puntos de vista, lo que le ha llevado a escribir columnas en medios como Cuenta Artes, El Comercio y ADN Deportivo. Se ha desempeñado como redactor en la revista COSAS, el Diario El Gobierno y actualmente, es analista junior en la revista AméricaEconomía. Durante su etapa universitaria, sus trabajos recibieron galardones como la Mejor Crónica en el UPC Film Festival 2020, el Talento Periodístico 2021 y 2022, así como el Mejor Artículo Deportivo 2023. Ese mismo año fue reconocido como Embajador con los mejores logros de representación por su participación como representante estudiantil en el CADE Universitario 2023.
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