barbara gamboa
Cuentos

Cuento «Me duele que no sientas» de Bárbara Gamboa

El eco que definía la vida de Elara no era un sonido. Era una ausencia, un vacío tan inmenso que se había convertido en la única certeza. La frase que llevaba tatuada en el alma, la que gritaba muda en sus pesadillas, era “ME DUELE QUE NO SIENTAS.” No era una queja dirigida a nadie en el presente, era la descripción de la fractura original, el idioma de una herida que se negaba a cicatrizar.

La casa de su infancia no fue un hogar. Fue una estructura de reglas rígidas administradas por un arquitecto del silencio, su padre. Él no era un hombre, era una fuerza de control sin conciencia, un sicópata que había marcado su vida. a través del lenguaje del poder y el abuso. La crueldad no siempre gritaba, a veces se susurraba, se filtraba en la ausencia de empatía. Elara creció con la sensación de habitar una casa con los vidrios rotos por dentro, sin una pared segura donde recostarse.

El resultado de esa catástrofe emocional fue una mujer adulta que vivía en un estado constante de alerta. Su vida era un caminar sobre hielo delgado, cada paso medido por la posibilidad de colapso. Cuando finalmente se atrevió a buscar un nombre para el caos interno, recibió el diagnóstico, Trastorno de estrés postraumático. No era una sentencia, sino el mapa de esa montaña inmensa, sólida y oscura que se había plantado justo delante de su camino, bloqueando cualquier horizonte de paz.

El TEPT era la manifestación física de su historia, un sistema nervioso que se negaba a creer que el peligro había terminado. Para Elara, la pregunta obsesiva que consumía su energía no era cómo sobrevivir, sino por qué lo hizo. ¿Qué vacío interior le permitió a ese hombre operar? ¿Qué tipo de criatura podía ejercer tanto daño con tanta indiferencia? Su búsqueda no era de venganza, sino de la comprensión de esa falta de sentimiento, el inicio de su viaje para exorcizar la herida del mundo a través del vacío emocional del otro.

La obsesión por descifrar la falta de alma de su padre llevó a Elara a un descubrimiento que la golpeó como un fuerte desencadenante. En un rincón olvidado de la casa, encontró cuadernos y bocetos que revelaban una aptitud inquietante, el hombre que había roto su vida poseía un talento notable por el arte figurativo, específicamente el moldeado y la escultura. La herramienta que usó para intentar moldearla a ella, la víctima, era la misma que usaba para dar forma a la materia inerte. Esta herencia oscura la repelió, pero también la magnetizó.

Elara rechazó la terapia que le prometía fórmulas mágicas o el simple estar bien. Su alma, en cambio, le pedía sentir la agonía completa. Se lanzó al arte, pero no para crear belleza, sino para vomitar el caos interno. Adquirió lienzos y tubos de óleo, utilizando el color no como adorno, sino como el vehículo visceral de su rabia y su pena. Pintó con texturas crudas, obligando al mundo a ver lo que ella sentía, la fragilidad de su propio cuerpo y el vacío de la ausencia de amor. Fue un acto de sanación primitiva, liberando la energía que había estado atrapada en la hipervigilancia por años.

Fue en esta búsqueda de formas que expresaran lo inexpresable donde se encontró por primera vez con la escultura de Perséfone. La figura mitológica, raptada y llevada a un inframundo que no había elegido. Elara vio en el mármol no a una diosa, sino a una sobreviviente. La historia resonó en el fondo de su ser, ella también había sido raptada de su inocencia y obligada a habitar un inframundo emocional. Perséfone era el espejo de su propio exilio.

Una pregunta comenzó a moldear su desasosiego con nueva urgencia ¿Cómo había logrado Perséfone, tras su trauma, regresar al mundo con una fuerza y sabiduría tan inquebrantables? Elara ya no solo pintaba su dolor, ahora pintaba su búsqueda. Y esa búsqueda la llevó a examinar cómo esa misma pulsión oscura, la de moldear y poseer, no había muerto con su padre. Su dolor personal comenzó a trascender, impulsándola a ver cómo el arte, la música, las películas y la cultura continuaban promoviendo y celebrando, sutilmente, los mismos deseos de poder que la habían herido.

Elara ya no pintaba de forma ingenua. Su trauma se había transformado en una lente de aumento, la hipervigilancia convertida en una increíble claridad analítica que antes solo había usado para escanear el peligro. Ahora, la dirigía al mundo. Empezó a estudiar la historia del arte, no buscando la belleza, sino la intención. Se dio cuenta de que la historia de la creación humana, a menudo, no era una oda al amor, sino una crónica del moldeado.

El arte, la literatura, la mitología, estaban repletos de la misma pulsión que había arruinado su vida: el deseo de tomar la materia, a la mujer, o al otro y obligarla a una forma que sirviera al poder. Elara, sentada en el suelo de su estudio, rodeada de bocetos rabiosos, llegó a una conclusión, el sicópata de la rutina no había sido una anomalía, había sido un ejecutor de un patrón cultural de desconexión.

Su análisis se hizo más profundo y doloroso. Vio cómo la música, las películas y la publicidad, sin proponérselo, continuaban moldeando monstruos al glorificar la fortaleza sin empatía, la indiferencia emocional y el dominio. Si la cultura era la que nos enseñaba a ser humanos, y si esa cultura recompensaba la dureza y la falta de sentimiento, el daño era colectivo. Su padre, y la herida que había dejado, eran un síntoma de un mundo que había aprendido a apagar la emoción para sobrevivir.

La pintura dejó de ser solo una expresión de su dolor individual y se convirtió en una denuncia filosófica. Sus obras se llenaron de figuras distorsionadas, de cuerpos en tensión, de colores que se negaban a armonizar. Ya no le importaba la perfección, solo le importaba la verdad. El arte se había convertido en la herramienta para desmantelar el molde que la había herido y para mostrar que la verdadera deformación no estaba en su alma rota, sino en la lógica del mundo que había permitido que esa fractura ocurriera. Elara usaba el pincel como un cincel para encontrar su fuerza en la exposición de esa herida.

Elara dejó de preguntarse si sus cuadros eran «buenos». Eran, simplemente, verdaderos. Lo que antes había sido desasosiego se convirtió en una serie de lienzos viscerales que no buscaban la belleza, sino la resonancia. Pintó el rencor como un remolino de carmesí y negro, el asco con texturas crudas que se negaban a secar, y la agonía en formas abstractas que obligaban al ojo a sostener el dolor. Era el vómito de la verdad, la emoción reprimida de años, liberada sin permiso.

Su arte, precisamente por su honestidad brutal, comenzó a ganar fama. La paradoja era cruel: la exposición que la hipervigilancia que su trauma temía, era la que ahora la hacía exitosa. La gente acudía a ver sus obras, pero su reacción era polarizada. Aquellos que buscaban la comodidad en el arte se sentían incómodos y repelidos. Y era ese el punto. Elara comprendió que su dolor, una vez externalizado, actuaba como un espejo despiadado para el espectador, obligando a cada uno a confrontar la propia pena o la propia rigidez que evitaban sentir.

Ella ya no era la víctima pasiva. Era la alquimista activa. La frase «ME DUELE QUE NO SIENTAS» ya no era un lamento infantil, sino un himno para todos los que habían sido silenciados. Su arte estaba dando permiso a otros sobrevivientes para nombrar su caos. Su vulnerabilidad controlada se convirtió en un acto de liderazgo.

Sin embargo, el éxito no trajo calma automática. El pánico seguía latiendo bajo su piel, el cerebro temiendo que la visibilidad la hiciera un blanco. Esto la obligó a refinar su práctica. Su rutina diaria, antes una camisa de fuerza rígida, se convirtió en una disciplina consciente. Cada mañana, antes de tocar un pincel o revisar un correo, practicaba el grounding. Sentir los pies firmes, nombraba las cosas seguras de su estudio, su éxito dependía de que ella fuera su propia ancla. El éxito no le dio la paz, sino la obligación sagrada de construirla internamente. Elara sabía que solo cuando integrara todo el caos, nacería la verdadera obra maestra.

La montaña, el trauma que se había interpuesto en su camino, no desapareció. Elara dejó de verlo como un bloqueo y comenzó a verlo como el camino que la forjó. Había encontrado los explosivos para derribarla, en forma de terapia y la exposición de la verdad, ella había honrado su martillo y su cincel tal como era su disciplina diaria. Su estudio ahora era un templo de la integración.

Regresó a la metáfora de estar rota a pedazos. Pero el arte la había ayudado a juntar sus partes, las insanas, la niña asustada, la mujer disociada. Descubrió que estas no eran fallas ni desechos. Eran, simplemente, dimensiones de un ser que había sido forzado a la fragmentación para poder sobrevivir. En esa recolección minuciosa, Elara se dio cuenta de que la seguridad que buscaba ya no estaba en el control externo, sino en la soberanía de quien podía sostener cada fragmento.

Su última obra se materializó con una calma que nunca antes había conocido. No era un lienzo de rabia, era una escultura de una mujer. Una figura sentada, desnuda de pretensiones y vestida solo de presencia. No había tensión en los hombros, ni huida en la mirada. Los colores eran tierra, aire y oro suave.

Al terminar, Elara miró la obra, que no gritaba ni denunciaba. La mujer era paz, pero no la paz ingenua de la ignorancia. Era la paz de la sabiduría ganada, la de quien sabe que el inframundo existe, pero ya no le pertenece.

Elara se dio cuenta de su verdad final, su ser humano, con todas sus heridas e imperfecciones, era solo un pedazo. Un pedazo valiente que le había permitido sobrevivir. Pero al juntar todas sus partes, al integrar su historia, al convertir su agonía en arte, estaba mirando algo que trascendía lo humano. Estaba mirando su propia Divinidad completa. Su dolor fue su portal. Su sanación fue su obra maestra.

 


 

Ver versión PDF del número 13 de la revista de artes y literatura Cuenta Artes

https://cuentaartes.org/edicion-13-vestigios/

 

Sobre la autora

Bárbara Gamboa
Artista visual autodidacta cuya relación con el arte comenzó desde la infancia, destacándose en concursos de dibujo que validaban su pasión por todas las formas de expresión creativa. Tras una pausa de varios años, la artista se reintegró a su práctica creativa bajo un concepto de sanación y terapia. Este regreso fue un proceso gradual y consciente, donde la resistencia inicial a conectar con el presente se transformó en la comprensión de que la expresión artística era el camino hacia el bienestar profundo. Hoy, impulsada por la motivación personal y el apoyo de su entorno, ha transformado su vocación en una disciplina reconocida. Ha sido galardonada en múltiples certámenes, destacándose su Primer Lugar a nivel nacional en el concurso de dibujo organizado por Fundación Daya. Además de las artes visuales, ha cosechado logros en la escritura, con dos cuentos literarios que fueron seleccionados y publicados por Factor Literario, alcanzando difusión a nivel latinoamericano a través de Amazon. Su obra actual es un testimonio vibrante de resiliencia, fe y presencia, buscando siempre que el espectador encuentre en sus piezas una invitación a la paz interior.

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