«Bichos» – Cuento de Bryan Paredes – Edición 12 de Cuenta Artes

Por Cuenta Artes

Por Bryan Paredes 

La primera mosca tocó mi mejilla y me inquietó porque, hasta ese momento, no me había percatado de su presencia. Ni de las otras que volaban en la sala. Eran muchas, más de lo habitual. En verano, el calor todo lo empeora, y estos insectos abundan, pero no sabía que podían ser tantas y que estuvieran en medio de lo que sería el almuerzo por los noventa años de nuestra madre; todos los hijos nos juntamos para disfrutar del seco de cabrito, el ceviche con mococho y ají limo, la cancha salada y el rocoto.

En San Juan de Lurigancho, mi madre construyó una casa de la nada. Pagó treinta soles de la época por metro cuadrado, en los ochenta, y alzó el concreto con su sueldo de profesora y la ayuda de algunos vecinos, quienes le regalaron materiales de construcción y mano de obra.
—Eran otros tiempos —dijo mi madre—. La gente era buena, a pesar de los terrucos y los milicos.
—O fue suerte —respondí.
—La gente de San Juan de Lurigancho siempre ha sido solidaria.

En silencio, esperé que complete su idea, aunque solo me miraba en ese vacío que se ha convertido su rostro en el último año. Vio la tele, con su expresión arrugada, los ojos blancos, la boca cerrada con fiereza. Cada parte de su rostro difería y, en esa disonancia, todo fue misterio, distancia, abismo. Hasta que una mosca se paró en su frente y ella se quejó, como una niña, y regresó a nosotros.

—Animales mugrientos —dijo, de pronto, sin dejar de observar el noticiero del mediodía que se reproducía en YouTube.

El calor aumentó cuando mi hermana puso una malla verde en la única ventana de la sala; las puertas estaban cerradas con llave y nadie en la calle había salido hoy, ni siquiera los niños ni mucho menos los perros, solo algunos gatos merodeaban por los techos, sin acercarse al camino de tierra de esta zona que todavía no está pavimentada y que alberga algunos autos no tan discretos, casi abandonados.

Mamá pensó celebrar en la calle, como antaño, algo imposible desde hace un par de años. Mi hermana hizo las compras en el mercado, salió cuando todavía no amanecía, en la mototaxi de un vecino sin problemas, que solo servía para estas compras esporádicas y furtivas.

Cuidábamos nuestros gustos no porque falte la plata. No queríamos hacer luz, llamar la atención de los Otros.

—Y siguen las moscas —dijo mi hermana, como un comentario para acallar las noticias de extorsiones y muertos en la tele.

Volví a mirarlas. Se reprodujeron en segundos. Algunas estaban quietas en las paredes, otras sobrevolaban las flores y la gran mayoría acechaba la comida servida en la mesa.

El menor de nosotros los espantó con las manos, en un gesto inútil que le reprochamos en coro.

—Busca el matamoscas, mongol —dijo mi hermana.

—Le da pena matarlos —dije.

 —¿Por eso no comes carne, di? Por eso estás pura orejas y no chapas cuerpo.

Nuestro hermano menor hizo una mueca de odio y se fue a su cuarto. Él no entendía que lo detestábamos por tener veinte años y existir con la actitud de alguien que cree que nunca envejecerá en Lima.

—¡Moscas jijunasgranpuctas! —se quejó mi madre—. ¡Safa, mierdas!

Como el gran salvador de siempre, nuestro hermano mayor bajó del cuarto del segundo piso, el único que se terminó de construir, y lo primero que hizo fue poner a Los Tumis de Cartavio a todo volumen en la tele, un mix que dura como media hora y que fue grabado en vivo.

Escuché la risa de mi madre en medio del bullicio. Se levantó del mueble, lenta, para bailar con su primogénito. Gozaron de un ritmo norteño que tiene a la percusión como la irresistible base de un ritmo que condensa la vida a un espacio de relajo, sin aprensiones, con las malas noticias lo más alejadas posible y los Otros fuera de casa; los cuatro gritábamos para celebrar los pasos firmes de mamá, que a esas alturas de la tarde tenía ganas de vivir.

Sudamos felices, apestamos a nuestras edades: pellejos de cuarenta y cincuenta años, pieles festivas y pegajosas.

En medio de la ronda de baile, nuestra madre volvió a quejarse y lloró como una bebé, a punto de tirarse al piso, y rogó que, por favor, le saquemos las moscas que tiene encima.

—Ma, no tienes nada. Son gotitas de sudor en tu cara —dijo el mayor.

—Se quieren tragar mi carne.

El mayor detuvo la música. El menor trajo agua y nos reclamó que le hayamos aturdido de repente, que no supiéramos cuidarla en su condición.

—¡Ya, enfermero! —dijo mi hermana—. No te hagas el doctor que para saber más que yo tienes que volver a nacer.

Nos reímos, hasta mi madre, que había vuelto a estar de nuestro lado.

—¡Qué bichos de mierda! —dijo mamá con la mirada en la tele.

—¡Ma, esos no son los choros, sino Los Tumis de Cartavio! —dije riéndome—. Aunque tienen pinta de malandros.

Volteé hacia mis hermanos, su silencio y el asombro que tenían en sus caras se replicó en la mía, porque me di cuenta que la pantalla de la tele estaba negra y se movía, en un repiqueteo que me recordó a un batallón de tombos que marchan en fila; sin embargo, eran las moscas que esperaban, atentas, nuestro próximo movimiento. En la mesa, otro grupo estaba por encima del plástico que mi hermana colocó sobre las fuentes de comida, mientras otras lograban entrar para frotarse las patitas y deglutir con su boca alargada el pescado crudo, el arroz cocido, el frejol con loche, todo preparado la noche anterior por nuestra hermana, quien nos cocinaba como antes lo hacía para su marido, cuando este todavía vivía en uno de los cuartos del fondo de la casa.

Corrí, a pesar de que mi acto condenaba a mi familia. Utilicé todas mis fuerzas para llegar al otro ambiente interno y me oculté debajo de la cama de mi madre, sin mirar la oscuridad de la habitación.

Me zumbaban los oídos por un rato, y recuperé el sonido del mundo de a pocos; lo primero que escuché fueron los latidos de mi corazón y las bocanadas de aire que me recuperaban de a pocos. El otro sonido fue la vibración de unas decenas de moscas que, imagino, andaban en círculos sobre la cama.

Imaginé un temblor lánguido de empacho después de succionar y pisar, succionar y pisar. Creía que estaba enloqueciendo y la desesperación me hizo salir, incoherente, al exterior.

En un par de segundos las vi: un chupo de moscas cubrían el cuerpo de mi cuñado, y el próximo sentido que se alteró fue mi olfato: apestaba a carne.

Salí a pura arcadas y, como no tenía adónde más ir, regresé a la sala, como un poseído, en medio de la música que no sé en qué momento volvió a sonar.

Todos bailaban como si no hubiera mañana, hasta el menor, que acompañaba a mamá de la mano en ese ritmo frenético y que, en ese instante, me parecía más angustiante.

—¿Y las moscas? —pregunté con el poco aliento que me queda.

—No jodas por un par de moscas —dijo mi hermana.

Las vi, amontonadas, sobre el plástico que cubría los potajes de la mesa. Caminaban entre los alimentos, disfrutaban del manjar con sus patas ligeras, en un ritmo errabundo, emborrachadas por los sabores.

Como la hesitación de correr o hablar se me notaba en la cara, el mayor se acercó y me preguntó:

—¿Qué tienes?

—Su marido está frío sobre la cama —respondí señalando a nuestra hermana.

—Enfermo de mierda, no hables de ese huevón.

—Está dentro, comido por las moscas.

El mayor regresó a mamá y le tomó las manos y bailó feliz el remix que todavía tenía para rato. Las moscas se tragaban lo nuestro.

Agostado, recogí mis pasos para volver al cuarto de mamá y seguí recto, al cuarto de mi hermana, y me acosté boca arriba, con las manos cruzadas unidas en el pecho.

Las risas mantuvieron su fragante música y me alegré por ellos; me hubiera gustado saber cómo aguantan las patas de las moscas que empezaban a recorrer mi cara y mis brazos y mi torso desnudo; llegaban adonde querían pese a las lonas, los matamascomas, los plásticos y los manotazos desesperados de protestas. Eran animales mugrientos y había que acostumbrarse nomás, no teníamos de otra.

 

Bryan Paredes (Lima, 1993)

Escritor y periodista peruano. Publicó el libro de cuentos «Infancias» en 2023. Sus ficciones han aparecido en las antologías «Historias
mínimas» y «Papel para aviones». Ha trabajado como cronista policial y cultural en distintos medios de comunicación. También se ha dedicado a reseñar libros.

 

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