Por: Walter Carbonel Delgado
La digestión es el proceso metabólico que transforma los alimentos en sustancias más simples para su absorción por la sangre, proporcionando energía al organismo. Consiste en extraer los nutrientes y eliminar los desechos. Se trata de un mecanismo natural eficiente, que en condiciones normales funciona de manera fluida y sin complicaciones.
Esa noche él estaba sentado en el restaurante de siempre, pero esta vez el menú era inusual. No podía imaginar cómo podría hacer para digerir esa cena. ¿Qué tipo de energía o nutrientes podían aprovecharse después de comer eso? Le habían servido, en una vajilla de grandes proporciones, el recuerdo de su amor por ella. Confundido, pensó en levantarse y salir del lugar, pero sus piernas no le respondieron. Siempre imaginó que ese momento llegaría tarde o temprano pero nunca de esa manera. Respiró hondo, con determinación, y se ajustó en la silla, buscando una postura firme frente a la mesa.
Le dio, como siempre, unos giros a la bandeja para tratar de decidir por dónde empezar a escarbar y llevar la comida a su boca; este ágape personal lucía literalmente muy pesado; a duras penas podía hacer virar ese inverosímil guiso en la mesa. Recordó su infancia, cuando su madre le servía aquellos repugnantes coliflores, «Arbolitos», los llamaba él. Lo dejaban sentado en la mesa horas de horas hasta que se los comiera todos. Era una tortura. ¿Esto iba a ser igual? ¿No iba a poder levantarse de la mesa hasta terminarlo?
Todo entra por los ojos; y este gran plato de recuerdos descuartizados no lucía bien. Parecía más bien un poco descompuesto; como olvidado fuera del refrigerador. Tampoco había sido calentado en el microondas. Estaba casi frío; crudo por partes. Le habían dicho, al momento de ponerlo en su mesa, que era un plato que se sirve frío, como el de la venganza.
Todas las rosas rojas que él le había regalado a ella eran ahora una ensalada morada de pétalos marchitos. Se habían deteriorado tanto. Tal vez por el abundante jugo de limón en el que se remojaban, pensó. Cuando imaginó otra vez que tendría que comérselo todo, le sobrevino una náusea. ¿Cómo era posible que algo tan sublime se hubiese convertido en algo tan nauseabundo y que esta noche sea su cena?
Así es la naturaleza; hasta las peores cosas tienen una razón. Un fin lógico; irrefutable e infalible.
Debía pues comérselo sin remilgos; bocado a bocado. Masticarlo bien para que no trabaje tanto el estómago; para no indigestarse; para que luego no duela más que el mismo acto de tragarlo.
La forma en que había sido servido ese extraño banquete, debía admitirlo, demostraba que había tomado mucho trabajo el prepararlo. No se podía negar que esa receta aparentaba una gran complejidad en su elaboración. Debido a los ingredientes hubiera sido un milagro que resultase de otra manera. Era un platillo que lucía y olía feo.
El arroz a la derecha siempre había sido su opción en cualquier otra ocasión para empezar a hundir el tenedor en un plato de comida. Ají de gallina; cau-cau; lomo saltado. ¿Pero esto? ¿Cómo hacer? Siguió dándole vueltas al plato. Con cada giro se convencía de que no había forma de encontrar un lado más asequible para comenzar. Cerró los ojos y trató de recordarla más intensamente. Se decidió entonces por las piernas. Esos muslos turgentes que tanto le gustaban sería lo primero que pincharía con el tenedor. Piernas de mujeres hay millones en el mundo, pero estas eran las de ella; suaves; lindas; perfectas. Morderlas y besarlas fue siempre un lujoso placer que siempre supo, no podía costearse. El problema, por decirlo de alguna manera, comenzó con el primer bocado. Pensó encontrarse con un sabor amargo, desagradable, pero no; todo resultó diferente. Sintió en sus glándulas gustativas otra vez el suave sabor de su piel y el olor penetrante del perfume que ella solía usar lo invadió destapando sus fosas nasales, contradiciendo la lógica de su tabique desviado. Estaban deliciosas tal y como las recordaba.
No entendía; pensaba que esto iba a ser una tortura, pero, por el contrario, resultó ser una delicia. Era el recuerdo vívido de esas piernas torneadas y maravillosas lo que lo hacía salivar en cada bocado. Las devoró por completo. De la más apática de las inapetencias pasó a la más voraz de las gulas. No podía creer que ese plato con tan mala apariencia le estuviera brindando tan increíbles sensaciones. Ahí estaba otra vez ella en cada mordisco; en cada bocado. Estaban ahí sus labios arrebozados en una fondue de ensueño; su espalda servida en una suerte de lomo al jugo que mordió ávidamente tal y como cuando le hacia el amor montándose en ella; sus cuidadas manos como camarones crocantes que chupó y re chupó para sacarles hasta el tuétano; sus hermosos ojos adornados de pestañas gigantes como algas en un exquisito plato marino; y claro, los labios carnosos y húmedos de su sexo, destilando su esencia en una presentación de ostras deliciosas.
Fue entonces que reparó en el centro del plato. Cubierto apenas por unas capas delgadas, de algo parecido al papel de arroz que envuelve los dulces que regalan los restaurantes de comida china, había algo pequeño que se movía ligeramente. Con los cubiertos hizo a un lado, cuidadosamente, lo que cubría a ese ingrediente principal. Temblando de frío estaba ahí, ligeramente tibio, el corazón de ella; quizá porque nada de lo que lo cubría podía realmente abrigarlo suficientemente.
No lo reconoció. Se había encogido bastante seguramente por los procesos de cocción.
No conocía platillo más desalmado. Esa mesa estaba servida para él con todo lo que era o había significado su amada. Así, todo mezclado. Crudas algunas cosas; cocidas otras; y a término medio otras tantas. Ese corazón estaba refundido de tanto haber sido flameado en mil llamas de amor; casi carbonizado, negreado y reducido a un miserable anticucho. Tuvo tanto miedo de pincharlo con el tenedor; miedo de que se desintegrase tan solo de tocarlo. Pero no podía haber llegado hasta ahí y dejar la presa, el elemento central de ese siniestro banquete, sin probar. ¿Tendría también un sabor maravilloso como los demás elementos de ese buffet indescriptible? ¿A qué sabría? No podía con tanta curiosidad. Se había prácticamente atragantado comiendo todos los recuerdos de ella y solo le faltaba ese; el más valioso; el ingrediente secreto de ese chef anónimo. Un pequeño y cruel trozo rojizo cual jengibre macerado, colocado para darle más sabor a ese bizarro guiso.
Todo había sido un festín. Pero como toda cena, esta también tenía que acabar. Y ahí se vio él, frente a un plato casi devorado donde sólo faltaba algo por comer; y entendió que, una vez deglutido ese reducido corazón, se acabaría todo. No habría más. Era un platillo de una ocasión. De una primera y última vez. Las lágrimas salieron de sus ojos. Tanto sabor; tanta belleza junta en la boca; tanto de todo y ahora casi nada de nada. Sólo esa carne temblando en el plato; cada vez más inmóvil. Recordó entonces ese artículo donde leyó sobre los necrófagos; esos animales que comen carne muerta y no enferman. No podía creer que se estaba convirtiendo en uno de ellos.
De pronto, se le ocurrió que podía devorar aquel corazón a pequeños mordiscos, prolongando el acto por el resto de sus días, para conservar siempre un pedazo de ella y de sus recuerdos. Pero no; su estómago no era precisamente resistente. Tarde o temprano, aquella carne casi muerta lo enfermaría. No quería sufrir una indigestión. Debía consumirlo así, agonizante.
Las lágrimas irrumpieron de nuevo en sus ojos, violentas, como salpicaduras de una hemorragia interna: el rezago de una bala que no había logrado atravesarlo del todo. Entonces lo entendió. Aquella ausencia de vino en la mesa, la sequedad deliberada de la cena… no era un descuido. Sus lágrimas eran el maridaje perfecto. El chef, al fin y al cabo, era un genio.
Trinchó lo último que quedaba de los recuerdos de ella en ese plato inmundo y se lo tragó.
Walter Carbonel Delgado
(Lima, 1970). Artista audiovisual. Su obra, de carácter conceptual y multidisciplinaria, utiliza soportes tradicionales, el video y medios electrónicos. Realizó estudios de pintura en la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú (1989-1994) graduándose con medalla de plata. Ha obtenido distinciones como el Primer Premio en el Concurso Nuevos Artistas del Banco de Crédito del Perú (1995), Primer Premio del Salón Regional de Lima. I Bienal Nacional (1998), Mención de Honor del I Concurso de Video y Artes Electrónicas (2001), Finalista en el V Concurso de Pintura BCR (2013) y el Tercer Premio en el VI Concurso Internacional de Pintura “Mario Urteaga Alvarado” – Categoría Propuesta – Cajamarca (2016).
Ha realizado diversas exposiciones individuales siendo las más destacadas: “SS.HH.MM. I – Servicios Higiénicos Mentales I”. I Bienal Iberoamericana de Lima. Salón de apertura. (1997), «Un virus mental para el Caballero Solterón». Ogle Gallery. Portland. USA (2008), «Las antípodas de Camboya». Galería Vértice. Lima (2009), «El Cuarto». Galería Vértice. Lima (2011) y “Reverso-Efecto-Reverso” – Galería AENBA. Lima (2018).
Visualiza su obra en la edición N° 12- Encuentros (Agosto-2025)
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