La nueva película peruana de Lombardi aborda con sobriedad la historia de un niño ashánika que es secuestrado por Sendero Luminoso y se ve obligado a integrar las filas de la organización terrorista.
Por: Sergio Herrera Deza
Vivimos tiempos de polarización, de intolerancia digital y frustración hacia las autoridades. Los presidentes son efímeros y las esperanzas ya ni siquiera se depositan en los discursos inaugurales. Queda la impresión que el Perú deambula entre trompicones y con los ojos vendados. Mientras tanto, el grueso de sus habitantes libra sus batallas personales, esperando tiempos mejores. Sin embargo, en medio de este panorama, aún hay cierto espacio para el entretenimiento y el cine nacional ha ofrecido varias producciones en las últimas semanas. Vale la pena aclarar que para todos los gustos.
Quizás la película más llamativa es “El corazón del lobo” de Francisco Lombardi, debido al giro de tuerca que ofrece al espectador. En especial, a aquellos que exigen respuestas y reflexiones sobre los años más sangrientos de nuestra historia contemporánea. Es la historia de Aquiles, un niño asháninka que es secuestrado por Sendero Luminoso y obligado a subsistir en la selva alta de Junín como militante de la organización terrorista.
De arranque, el título del filme invita a pensar en una secuela espiritual de la aclamada “La boca del lobo” (Lombardi, 1988), centrada en los excesos de un destacamento militar que combate la subversión en Ayacucho. Si bien no hay una continuidad entre ambas películas, lo cierto es que la ambición de retratar la esencia real de ambos bandos está allí.
Si hablamos de la película reseñada, el objetivo se cumple con creces. Tenemos una dirección de fotografía destacable que resalta la armonía entre la naturaleza y las comunidades nativas: bosques montañosos, ríos caudalosos y la presencia discreta de las aldeas asháninkas. Un balance apenas perturbado por la irrupción puntual de madereros informales. De los pocos elementos que recuerdan la existencia de un mundo exterior.
Es entonces que llegan los senderistas, vestidos de negro y vociferando consignas marxistas, mientras los lugareños observan entre el miedo y la confusión a estos extraños. Vándalos que ignoran y pisotean las diferencias culturales. Allí tenemos un conflicto que cataliza la historia: Aquiles ha perdido a su familia, pero su entorno persiste a través de la selva y esta nueva comunidad a la que se integra por el miedo a la muerte. Somos testigos de cómo Víctor Acurio cuece a fuego lento un protagonista convincente: tan inocente como ingenioso para subsistir.
Resulta conmovedor ver al personaje crecer en medio de la hostilidad y una lógica polarizante de “revolucionarios vs traidores”, pero al mismo tiempo, conservar rasgos humanos como la búsqueda del amor romántico y sobre todo, familiar. El afán por acercarse a la figura paterna que le fue arrebatada es a su vez aprovechado para mostrar las contradicciones de los subversivos: discursos de igualdad social que se pronuncian en campamentos donde solo los cabecillas son libres de decidir qué comer o con quienes relacionarse.
El presupuesto limitado de la película se manifiesta en aspectos como una ligera artificialidad en las muertes, incendios y explosiones de la película. Además de la limitada cantidad de escenarios: el periplo de Aquiles se extiende a lo largo de una década por la selva de Junín. Aunque esto en lugar de ser un condicionante es fiel al texto original de Carlos Enrique Freyre y representa muy bien la sensación de cautiverio y obsesión que imponían los senderistas.
También resulta interesante el rango temporal de la obra. Partimos en 1990, cuando las organizaciones terroristas extendían su influencia a las comunidades amazónicas y a las ciudades de la costa sin ningún control. El enemigo era escurridizo, pero cada vez se hacía más latente en la vida cotidiana y por ende, la captura del poder parecía evolucionar de pesadilla a una realidad inminente.
No obstante, buena parte de la película se ambienta de 1996 en adelante: Abimael Guzmán ya había sido capturado y los remanentes sobrevivían a duras penas en la zona del VRAEM. Una decisión creativa que permite abordar hasta dónde puede llegar el fanatismo ideológico y cómo puede arrastrar a inocentes a la muerte o a la pérdida de la identidad y el propósito como le sucedió a Aquiles.
En resumen, estamos frente a un buen exponente del cine peruano, quizás un poco opacado por las limitaciones del presupuesto y los recortes a la trama original. Dichos detalles pesan poco o nada si consideramos su ausencia de morbo o discursos propagandísticos hacia un bando político. Creo que el arte debe tender puentes para construir una sociedad más tolerante y “El corazón del lobo” es un paso adelante en esa dirección. ¿Seguiremos así?
