A mis mejores amigas y a mi novia, voz de mi respiro,
por enseñarme el valor, las espinas, la prudencia y la sencillez de la palabra.
En mi cuarto una avecita cayó como un invitado del socorro sobre el alféizar de mi ventana; ¡una posante paseriforme(1) luscinia megarhynchos(2) de peso mínimo! Me miró, le devolví la mirada y fue entonces cuando —en forma de súplica, en forma de oda— le ordené: «p’isqicha(3), p’isqicha… quédate conmigo. No huyas a los lugares donde las almas se cuelgan como murciélagos en armarios de oficinas; haz de tu calma mi puente y de tus alitas, abrazo de consuelo. Que tu azul no sea mentira y que tu noche me devuelva el amor de madre y padre… Haz que me den un poco de ternura, que, por fin, mi lengua sea ese extravío de consuelo que va más allá de toda espera». Y el ave, con los ojos abiertos, como ser humano que entiende, que es más tolerante que cualquier ser humano no metafórico, me hace caso: se queda sin mover las alas. Le hablo, pues desde ahora bastará con hablar para ser princesa: «Ruiseñor del socorro, ¡has hecho eterna tu libertad conmigo!».
1.Ave cantora. 2.Ruiseñor. 3. Avecita.
…
¡Ush! no avecita, ¡no!… Mierdecilla, ¡¿Acaso…te… te vi mover tus alas un poquito?!
***
Me llaman ñust’a(1) simiyqa kamachikuymi, la niñita —de quince años—de biblioteca, que no quería que sus padres se separaran y entonces, como si las relaciones adultas fueran una simple atadura de cordones en los zapatos, los obligó a quererse. A no insultarse, a no usarme a mí como el pegamentito de sus corazones. Les arranqué la palabra del rencorcito de sus bocas, como si fuera un clavo oxidado que ya les había abierto grietas en las encías. Y los miré callar mientras yo hablaba. ¡Los miré callar con esa muequita de obediencia mal disimulada que yo aprendí a leer desde niña!: la mandíbula floja, las manos demasiado ocupadas con trabajo, la miradita clavadita en el piso para no verse reflejados en mí, en su princesa. Aquella que creyó que podía repetir esa hazaña fuera de casa, desde ese pequeño barriucho surcante de la ciudad de Lima hasta su impecable Plaza de Armas.
Con el aire hunta(2) de mis llantitos, que aún seguían mis pasos, esa mañana me asomé a las calles estrechas, sosas como tierras industriales, con la certeza absurda de que podía hacer lo mismo por los demás. Por los niños, ¡mis queridísimos hermanos! ¡Por todas las sangres!
1.princesa. 2.Lleno
Fui de casa en casa, tocando puertas de cerraduras torcidas como dientes sin ortodoncia. Al principio era pan comido: bastaba con mirarlos a los ojos y ordenar que dejaran de devorarse con frases y miradas. Obedecían como si mi palabra fuera ejército, regla nueva, mandamiento. Pero comprendí pronto que detrás de las mesas vacías no había solo discusiones, sino una maquinaria más compleja: padres ausentes por relojes hipotecados, casas frías por el tiempo robado. La überbau(3) exprimía la paciencia y volvía inútiles mis pequeñas órdenes. Y la gran idea llegó: el palacio presidencial.
3.Del alemán, superstructura.
Llegué con las manos llenas del polvito de las puertas cerradas. El edificio, con cuartos que respiraban entre lamparitas que olían a aka(3) y humo, estaba lleno de hombres uniformados. ¡A los cuales deshice! : les arranqué la rigidez del uniforme, los mandé a cazar a quienes lumpemproletariaban(4) en las calles, a mercaderes de armas y drogas. Subí los despachos y hablé, con justicia en la voz, sin ortografía política: «todo se ará con hamor, hamor como reparto de oras y pam, hamor que quitará ambre y devolverá la precencia de los padres a las mesaz».
3.Mierda. 4. Del verbo(inventado) lumpemproletariar: hacer lo que sea que los lumpenes hagan.
Ordené redistribución: menos horas, más pago, redes de ayuda. Desde el teléfono de la regente guié a empresarios y fábricas con sus pallqa wasikuna(5) de sulfuro. Les señalé cocinas, salas frías y registros de niñas reales —Camila Salomé 12, Alexa Soto 15, Julieth Martínez 14, Alicia López 15— nombres a los que la ayuda no podían negar. No negocié favores, solo tareas concretas, firmadas con la imposición práctica de una voz que no admitía indulgencias. Salí a la calle y edifiqué lo que antes parecía imposible: puentes, puentes entre negros y blancos, blancos y asiáticos, latinos y blancos. Puse mesas en plazas, obligué a las manos a amasar la misma harina, a compartir turnos, palabras, oportunidades y lugares de escucha.
5.Torres.
No fue magia: fueron contratos, horarios doblados y hombres convocados a obedecer. A mí, a su nueva princesita. Y, cuando la ciudad adquirió un ritmo nuevo y las casas tuvieron menos sillas vacías, regresé a mi pequeño mundo. ¡Mi nuevo barrio lindo!
Crucé la calle, abrí la puerta y me senté a ordenar: un plato, unos vasos, la esquina donde mis padres ya no gritaban ni me usaban de excusa para el «Kaypi qhipakuchkani(1)». Puse cada cosa en su lugar con las manos que habían mandado a hombres de azul, a jueces y a empresarios. Me detuve. Me pregunté a mí misma si era justo todo aquello. No encontré respuesta inmediata. Guardé silencio y abracé a mis padres; finalmente estaban en casa.
1.Me quedo aquí.
***
Avecita del socorro, ¿por qué mueves tus alas? ¿Qué te pueden ofrecer ellas que no te pueda ofrecer yo? ¿Acaso soy menos princesa que el día que te conocí? ¿Acaso no merezco tu amor? Mira como intentas moverte, como peleas por aletear. No luches contra mi oda, avecita, avecita… quédate, ¡Quédate aquí!
***
Las dos semanas siguientes las pasé en mi palacio. Afuera, el mundo ya no me necesitaba: los hombres de bolsillos llenos obedecían, las empresas cumplían, los vecinos se saludaban sin rencor, sin ver colores. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, podía centrarme en mi verdadero objetivo: lo que había dentro de estas pareditas.
Me levantaba tempranito, antes que ellos, y preparaba el desayuno. No era nada extraordinario —pan tostado, huevos, jugo—, pero me aseguraba de servirlo con calma, como si esta misma fuese ese condimento especial que los mantenía felices. Jugábamos a las escondidas en la sala y el pasillo, como si el tiempo hubiera decidido retroceder y devolverles a mis padres el cuerpo y la risa de cuando eran jóvenes. ¡Cuando aún no me tenían!
Los veía tomarse de la mano al pasear, aunque al principio fuese torpe, como si hubieran olvidado que eso se podía hacer. Caminábamos por el parque, comíamos helados y yo los veía sonreír con la boca manchada, incapaz de asociarlos con la pareja que se gritaba por facturas impagas o por turnos extras en el trabajo. También inventé unas vacaciones improvisadas: días enteros en pijama, viendo películas viejas, con la ventana abierta para que el aire tibio de la tarde se mezclara con el olor a mantequilla de las palomitas.
Me abrazaban. No era un gestito seguido de despedida ansiosa, sino de esos que duran y calientan la espaldita. Ya no discutían por el dinero, ni por el estrés del trabajo, ni me dejaban sola mientras se marchaban a vidas que yo no podía ver; por un momento creí que lo había logrado.
Pero una tarde, ¡sin aviso!, empezó otra vez. ¡Una chispa!, ¡sí!, una chispa prendió en ellos y yo lo supe, ¡lo supe! Primero fue ese cruce de miradas frías —cuchillitos—, luego un reproche que se fingía broma, y después, de golpe, la voz arriba, como si todo lo que habían callado esas semanas rebalsara, como si estuviera a punto de reventar. Las palabras no caminaban, ¡corrían!, tropezaban entre sí, se empujaban para salir, y yo, en medio, gritándoles que se callaran, que ¡pararan!, ¡que pararan ya!
No escuchaban. No. Algo en sus rostros me hizo entender que peleaban contra mí también, contra las órdenes que yo misma les había impuesto todas esas semanas, que aquella paz no era paz, sino una cárcel que había fabricado con mi propia voz. Y lucharon contra ella, contra mí. Se demoraban, sí, se demoraban en moverse porque había una guerra dentro de ellos: MATARSE o OBEDECERME.
Los seguí a la cocina, mis pies torpes, mi voz rota: «No lo hagan, no lo hagan, no lo hagan». Ellos respiraban como bestias, uno frente al otro, y yo pensaba que quizá iban a soltar los cuchillos. ¡Pero no! En un segundo, ¡sin titubeo!, metal entrando y saliendo, entrando y… y cada vez ese golpe, el jadeo, la sangre, ¡caliente!, desbordándose por el piso.
Me quedé ahí, con los brazos abiertos, inútiles, como si aún pudiera interponerme. Y los vi caer, casi al mismo tiempo, como dos marionetitas a las que cortaron los hilitos… ¡Mis padres! ¿Acaso eran ellos? ¿Acaso me odiaban tanto que la única salida fue matarse, incluso si para hacerlo tenían que romper la última orden que les quedaba de su hija?
Y me tocó llorar de nuevo… ¡Como cuando los tenía aún! El llanto me quemaba los pulmones, me partía la garganta. Me hicieron salir corriendo —¡Corriendo!— a buscar a mis amigas. Esas a las que también prometí mi paz. Golpeé puertas, grité sus nombres… Solo su dolor fue mi respuesta… ¡Ay!, y las miradas que sí me veían… me esquivaban como si yo fuera la peste. No había consuelo.
Corrí de vuelta a mi mundo, mi gran obra, mi pastelito dulce para los otros niños. Mi «obra perfecta»… Y era un vertedero. Un infierno abierto. Cadáveres hinchados en las calles, gritos que se mordían unos a otros. Negros y blancos degollándose, blancos y asiáticos fusilados en plazas —¡porque sí!— y todos creyendo tener la razón. La policía… no, ¡bestias con uniformes! Detenían a fumadores, a bebedores, a ancianos con una botella, para «cuidarlos»…Y las empresas, las putas empresas, que yo había reducido… crecieron como tumores gordos y brillantes. Y los burócratas, una alcaldía de triple tamaño, ¡con triple de guardias con botas marcando el suelo infértil!
Mi hanaq pacha(1) había caído… Como mi boca. Podrida. Lenta. La misma corrupción que quise arrancar… ahora me mordía desde adentro. Me senté en medio de una avenida, muerta. Mis manos, colgando, inútiles. Cansadas…
1.Mundo celestial.
Me cansé. ¿Me escuchan? ¡Me cansé! No voy a intentarlo una vez más. No quiero. No me importa quién muera ni quién viva. No me importa si todo arde, si todo se hunde. Perdí la esperanza en todo… Y lo peor… ¡Lo peor es que me doy cuenta!… ¡Ustedes, lectorcitos!… tampoco la merecen. TÚ. Ruiseñor con ojos pegados a mi desgracia como moscas en un charco. ¿Te divierte? ¿Te alimenta? ¿Quieres más? Entonces mejor… ¿por qué no viven sus vidas? ¿¡Por qué no me dejan con mi miseria!? ¿¡Por qué no dejan de leerme!? ¡Dejen de intentar comprender mi dolor y váyanse a la…
Sobre el autor:
Roberto Chu Maraví (Lima, 1999). Estudiante de Traducción e Interpretación en la Universidad Ricardo Palma. Escritor y poeta, ganador del concurso NN de nuevos escritores de la revista de la Escuela de Posgrado MEC, de la Maestría en Escritura Creativa de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Obtuvo el segundo puesto en el Concurso Nacional Después de las marejadas, organizado por la librería Chejov de Trujillo. Formó parte de la antología Valles silenciosos, que reúne a poetas peruanos contemporáneos y fue publicada por la editorial Letras Negras. Su escritura nace de su amor por la mitología universal y de su pasión por la lingüística y los idiomas.
