Por: Helio Ramos Peltroche
Durante cuatro sábados de un ardiente verano, el autor de esta nota recorrió Nueva York en busca de esa ciudad sórdida y apocalíptica que Martin Scorsese mostró en la película Taxi Driver, a través de Travis Bickle, ‘El solitario de Dios’, a bordo de su “ataúd de metal” (léase taxi amarillo).
Agosto 07.
Es un hirviente anochecer en Nueva York. El concierto que diviso desde las gradas TKS de Time Square, en pleno ombligo de Manhattan, resulta frenéticamente surrealista: gente que va y viene de allá para acá en esta plaza sitiada por edificios centenarios donde confluyen las candilejas de Broadway, la llamada Great White Way, con la Séptima Avenida. Los turistas, llegados desde diferentes lugares del planeta, se hacen tomas fascinados con el fondo del American Eagle y sus pantallas LED de quince mil pies cuadrados, o con las grandes enseñas de neón que salpican luminosas mientras publicitan a la Kodak, Coca Cola, Aeropostale, el Bank of America, entre decenas de otros negocios y transnacionales.
Sumergido en el tumulto que puebla el lugar, es inevitable toparse con algún ‘friki’ que detiene el paso de los transeúntes. No sé cómo, una Mujer Maravilla morena de casi dos metros, me ha interceptado. Sonríe. Su acompañante ¿será alguien de la Liga de la Justicia? invita a fotografiarme con ella. Clic. “Son cinco pavos”, dice en perfecto español. Le doy solamente tres dólares. No reclama.
A pocos metros, bajando por la Broadway como quien va al Downtown, un vaquero con el dorso desnudo, ataviado apenas con un bóxer de Los Simpson y unas malolientes botas texanas, palmotea traseros (y manosea a su antojo) a señoras que ya pasaron los treinta. Cobra también cinco dólares por eso, mientras los maridos pagan sin chistar. De igual forma, mikismouses, hellokittis o los personajes de Plaza Sésamo quieren la poca plata de tu billetera solo por acompañarte en una fotografía para el recuerdo.
Si tienes hambre (y algunos dólares demás) puedes visitar los lujosos restaurantes que circundan la zona, para luego decir cosas como “Cené en el Carmine’s”, “Comí antipasto en Becco”, o en todo caso entrar al McDonald’s, donde expenden la cuarto de libra más cara del planeta. De lo contrario basta conformarte con un perro caliente (el lonche bandera en todo Norteamérica), a solo tres dólares la porción, que venden en alguno de los tantos puestos de comida de las calles aledañas.
A diferencia de cualquiera que recale en Nueva York, no me interesa conocer los lugares emblemáticos que un visitante en plan de turista por nada dejaría de ver. Es decir, me importa un malvavisco ir y posar frente al Empire State Building, el Rockefeller Center, la Zona Cero, el Puente de Brooklyn, Walt Street o la Estatua de la Libertad.
Vine hasta Time Square por una simple razón: empezar a recorrer Manhattan y ubicar uno a uno de los lugares que, a mediados de los años 70, mostró Martin Scorsese en la película Taxi Driver a través de los ojos del taxista insomne Travis Bickle (Robert de Niro). Son muchos los puntos que buscar en este particular tour, pero quise empezar por aquí para ver cómo estaba hoy el lugar y cuánto se parecía a ese territorio comanche mostrado, entonces, lleno de prostitutas, homosexuales, cafichos, yonkis (léase pastrulos) y ladrones, es decir toda la escoria de una sociedad que se creía bien intencionada.
–Los animales salen de noche. Putas, maricas, expendedores, drogadictos, enfermos, venales. Un buen aguacero se llevará toda esta mierda –dice la voz en off de Travis, mientras navega por aquí metido en la cabina de su taxi amarillo.
Agosto 14.
He vuelto de nuevo a Time Square, la cross roads of the world, pero esta vez al mediodía. Antes se llamaba Plaza Longacre, pero cambió su nombre al actual luego que las oficinas del New York Times, se instalaran por aquí a inicios del siglo XX. A decir verdad, no se trata exactamente de una plaza, sino de una confluencia bulliciosa e irregular que conforman las esquinas de Broadway, la Séptima Avenida y las calles 42, 43, 45 y 46.
Un reporte de la Comisión de Planeamiento de New York, en 1977, daba cuenta de 245 “instituciones pornográficas”, repartidas por toda la ciudad, de las cuales 93 estaban en esta zona. “En los años 70, cuando empecé mi mandato, Time Square era sórdida, plagada por el crimen, con tiendas pornográficas por todos lados”, recuerda Edward Koch, exalcalde de Nueva York entre 1978 y 1989, que junto a Rudolph Giuliani, fueron los cerebros del cambio de esta ciudad que entonces hervía de sexo, drogas, basura y miedo.
El circuito del pecado, según el mentado informe, llegaba hasta la Gran Estación Central e incluía todas las calles y arterias a su paso, entre ellas la Octava Avenida. En el 777 de esta, por ejemplo, estaba el Hollywood Twin Cinema, un cine porno en cuyas marquesinas se leía: “21 super porno mix combo/adult movies /XXX live show”. La imagen de Travis, con su soda en lata, alejándose de allí, ha sido perennizada en afiches, carteles y hasta en la memoria de los cinéfilos menos enterados.
A pocos metros, en el 735, estaba el Show & Tell, un antro de mala muerte, en el que Bickle intenta sin suerte ligarse a la boletera. Lo que encuentro hoy en el lugar es un Starbucks y una farmacia Duane Reade, en tanto que el Hollywood Twin ha trocado sus marquesinas calenturientas por otras que anuncian viajes en bus por la ciudad a cargo de la compañía Gray Line.
Mientras bebo un frapuccino, imagino a Travis en medio del rumor de la Octava Avenida, con su chaqueta de exmarine “licenciado honrosamente en Vietnam”, solitario entre tanta gente, viviendo días repetibles, absurdos, tristes, desesperados, buscando un sitio en Nueva York, esta ciudad-infierno a la que desciende como un Dante moderno o un Nosferatu de pacotilla, a bordo de su taxi amarillo. Su “ataúd de metal”, como diría, el guionista Paul Schrader, padre putativo de esta criatura.
–Doce horas guiando y no puedo dormir. Estos malditos días siguen y siguen… sin fin –dice Travis. Su voz se pierde en el ecran de su existencia, mientras come pop corn, una barra de chocolate y sorbe Royal Crown Cola–. Solo necesito una meta en la vida.
Agosto 21.
Se llama Abdul Bünyamin. Así dice la matrícula de conducir colgada en el parabrisas de su Ford Crown Victoria. Abordé el vehículo en un paradero frente al Madison Square Garden, en las afueras de la Penn Station. “To the corner of Broadway Avenue with 63rdSt”, le dije en mi masticado inglés. Por el apellido y la pinta, debe ser pakistaní. El 90 por ciento de los taxistas registrados por la NY Taxi Worker’s Alliance son de Pakistán, indios o bangladesíes. En los 70, la mayoría de ellos eran neoyorkinos del Bronx, Brooklyn o Queens. Aunque había uno que otro italiano, latino oirlandés,
El taxista tenía un parecido a Omar Hussein, el joven hijo de migrantes asiáticos que mantuvo un romance homosexual con Daniel Day-Lewis en My Beautiful Laundrette, esa cinta que retrata los avatares de la inmigración asentada en los barrios periféricos londinenses durante la Era Thatcher. “Es aquí”, dijo en español, luego de sortear durante quince minutos el enloquecido tráfico de Manhattan.
Por un momento no reconocí el lugar donde la dulce Betsy (Cybill Sheperd) se le aparece a Travis transfigurada como un ángel ataviado de blanco. De todas las locaciones de Taxi Driver, esta, donde funcionaba el cuartel general del senador Charles Palantine (el postulante a la presidencia de Estados Unidos para el que la musa trabajaba como activista a sueldo), es la que más ha cambiado. Y es que el viejo edificio donde estaba el local de campaña fue demolido para levantar allí un horroroso rascacielos de apartamentos en cuya planta baja funciona ahora un Bank of America con sus chillones colores rojo y azul.
–La vi en la oficina del candidato Palantine, vestida de blanco. Apareció como un ángel entre tanta suciedad. Está sola. Ellos… no la pueden tocar… a ella — escribe Travis en su diario.
Betsy parece ser la luz al final del túnel. A su inicial rechazo, Travis logra ligarla poquito a poco. “Eres la mujer más bella del mundo”, le dice. La ve, acaso, como una posibilidad de encontrar por fin un rumbo, de adaptarse a una realidad, a ese universo de “ellos” que le es ajeno. Por eso trata de involucrarla torpemente a su submundo. Eso parece cuando la lleva a ver un filme triple x. A primeras, ella no lo toma a mal, pero cuando empieza la función se siente agredida, ultrajada. “Es una película sucia”, le dice mientras se marcha y consigo se va también, la posibilidad que el taxista insomne deje la oscuridad.
–La soledad me ha seguido toda la vida. En bares, autos, aceras. Dondequiera. Es inexorable. Soy el solitario de Dios –narra en off otra vez Travis.
Agosto 28.
Mientras viajo en tren desde Rohway, NJ, a Nueva York cavilo sobre cuál fue el ‘factor desencadenante” (como dicen los psiquiatras), de la locura retorcida de Travis ¿Qué originó el espiral de violencia con esos estallidos de ira que terminaron sangrientamenteal querer salvar de las garras de su proxeneta a Iris, la prostituta de doce años que interpretó Jodie Foster? ¿Acaso así quiere mostrar su desprecio a esa civilización que lo confinó en Vietnam?
Como el veterano limpia-carros del poema ‘Lamentaciones del sin techo’, de Allen Ginsberg, Travis es un ser sin un lugar en Nueva York, ciudad que lo rechaza en todo momento. Esto es evidente, primero, con la vendedora de palomitas en el Show & Tell y luego con Betsy, con quien intenta en vano una reconciliación. “Estás en el infierno y morirás como ellos”, le dice en clave de amenaza, luego de marcharse del local de campaña donde la busca por última vez.Esa idea de matar le rondaen la cabeza desde que el marido cornudo (interpretado por el mismo Scorsese), pasajero en su taxi, le dice que asesinará a su mujer por acostarse con un negro.
Travis ha comprado un montón de armas y no se sabe quién está primero en la mirilla. ¿Será Palantine, a quién fallidamente ataca en la Columbia Circle? He venido hasta esta plazoleta donde empieza el Alto Manhattan, en una esquina del Central Park, y desde aquí puedo ver aún a De Niro (con su cresta punk), queriendo coser a tiros al candidato presidencial. El discurso hipócrita del político le cae mal. ¿No fue gente como él, acaso, quien lo envió a Vietnam, a esa guerra absurda que lo hizo inadaptable a esta sociedad que ahora le escupe en la cara?
Está furioso. “Are you talking to me?”, se pregunta una y otra vez frente al espejo en su dormitorio. Como dijo de él, el mismo Scorsese: “Travis es una bomba de relojería”. En ese estado toma la justicia por propia cuenta cuando desgañita el gatillo contra un negro, a quien pesca en pleno atraco en una bodega del vecindario. Con un muerto en su haber, este pistolero loco enfila hacia East Village, al burdel donde Iris, yegua adolescente, vende sus favores bajo las órdenes de Sport (Harvey Keitel), dispuesto a liberarla cueste lo que cueste.La carnicería en el 226 de East 13th Street es tan brutal que la escena parece rodada para una película de horror de serie B.
–Soy un hombre que no soporta ni una más. Que no consentirá. Oigan desgraciados, cretinos, aquí hay un hombre que no aguanta más. Desafío a las putas, perros, la porquería. Soy uno que se rebeló. Aquí está.
Estás muerto.
Puedes encontrar la crónica en la edición N° 6 2022
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