Por: Aarón Alva
A modo de novela coral, La lealtad de los caníbales (Diego Trelles, 2024), pretende armar el fresco de una sociedad cuyos personajes son fruto a la vez que semilla de la decadencia moral anclada en casi todos sus ámbitos. La obra atiende a Ishiguro, Rosalba, Piper Arroyo, Sofía, el chino Tito, y un largo etcétera de figuras que conforman una propuesta narrativa ambiciosa en estructura y número de voces, pero deficiente en su construcción literaria. A través de ellos se trata la venganza, la traición, el abuso de poder, los traumas de infancia, el arribismo, la corrupción eclesiástica y policial, en un Perú todavía sacudido por los rezagos de la violencia política y social de las últimas cuatro décadas.
Ishiguro, mozo del bar, busca vengar a su padre, quien fue asesinado por una integrante del Grupo Colina. La mujer en cuestión es amiga de Píper Arroyo, efectivo policial, líder del grupo terna y cliente regular del mismo bar. Rosalba, la cocinera del local, posee la habilidad de adivinar el futuro de los hombres con tan solo ver su trasero. Blanca, una colombiana que se refugió en el Perú a raíz de la violencia en su país y enfrenta las trabas locales. Fernando, joven consumidor de porno y troll fujimorista inducido por su padre, aspira a escribir la “gran” novela peruana. La vida y acciones de todos se entrelazan en algún punto, teniendo como bisagra el bar del Chino Tito, a manera de eje proyector. Además, la arquitectura del texto concatena un sistema de correspondencia temporal (pasado y presente) útil al balancear la tensión. Esto último es lo más rescatable.
Sin embargo, el buen hierro del armazón es opacado por notables errores.
Un primer problema radica en la oralidad. Si bien Trelles intenta recrear un habla coloquial, cotidiana, callejera, el resultado es en gran parte defectuoso. Frases del tipo “Habla, broder, qué estás buscando, pregunta no más”, “Te hago un tres-por-uno a cinco luquitas”, o “el pata se puso al toque detrás de la barra encarándome con una sonrisita canchera”, resultan efectistas por su uso reiterativo. Es cierto que una novela lo acepta todo, pero quizá al ser la oralidad “real” (jergas y muletillas) un recurso mejor digerible en el lenguaje audiovisual, donde oírlas en boca de un buen actor no desentona, en el texto suena postizo y delata la intención forzada de sorprender al lector con un “así habla la gente”. Además, el potencial de la oralidad es desaprovechado debido al contenido que esta presenta. Es decir, en lugar de iluminar la voz propia de un personaje y su profundidad en momentos de tensión, se emplea tantas veces en circunstancias generales e irrelevantes, como lo de los cinco luquitas o el habla, broder, qué estás buscando.
Por otro lado, proliferan las explicaciones localistas y las reflexiones forzadas. Por ejemplo, cuando un personaje recorre todo el Jirón de la Unión siguiendo a otro, reflexiona sobre el núcleo histórico de prácticamente todos los establecimientos (el Palais Concert, la Vía Veneto, la galería Boza, etc), lo que no solo ralentiza la acción, sino que sabe inverosímil, pues, suena más a paseo turístico que a persecución. Esta es una de muchas. Lo mismo ocurre con las disertaciones acerca de libros, arte, y sobre todo música.
Otra falencia está en la construcción de los personajes. Sabemos de ellos lo necesario, los vemos actuar, pensar, sufrir, llorar, gozar, se nos explica su impulso de acción, pero casi nunca palpamos aquella dermis personal y vívidamente emocional que no le pertenece al narrador ni al autor, sino a los mismos protagonistas. El error no está en la elección del narrador (los hay en 1ra, 2da y 3era persona), sino en la distancia y la rapidez mal aplicada que este emplea al relatar, lo cual deviene en un facilismo proclive a la inverosimilitud. Por ejemplo, en una escena donde el personaje Blanca es amenazada y casi violada por un matón con pistola, todo se resuelve así:
“El tipo se levantó de la cama y avanzó hacia la puerta como un canchero. Blanca ni siquiera se lo pensó cuando lo tumbó por la espalda con un salto felino y, jalándole de los pelos, empezó a golpearle la cara contra el piso sin parar, con toda la brutalidad que le permitió su desesperación. La maniobra fue tan violenta que, como un helado derritiéndose en la acera, el hombre quieto ya era solo una cabeza zambullida en un charco de sangre.”
En vez de vivir la historia de los individuos, de coparticipar en su trayectoria y tribulaciones, al terminar el libro queda la impresión de solo haber oído de ellos, de no haberlos conocido en carne propia.
En resumen, aún con el visible oficio del autor (manejo del ritmo, agilidad, sistema estructural) el producto es ineficaz. Una obra cuya ambición termina siendo pretensión. En deuda.
Ficha técnica:
La lealtad de los caníbales, de Diego Trelles
Editorial: Anagrama
378 páginas
Tapa rústica
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