Por: Aarón Alva
Cuando hace casi una década, un domingo por la mañana en la Peña del Carajo, Ernesto Pimentel se presentaba en un evento benéfico y le decía a un espectador que si colaborada le hacía sexo oral (obviamente dicho de otra forma y sin cámaras de televisión a la vista), las risas del público, en su mayoría madres de familia y adultos base cuatro para arriba, suscribían algo más que un neto pacto de risa; cuando en la página de Facebook de un medio de noticias aparecen viajes o encuentros de parejas homosexuales y de pronto vemos la cascada de comentarios ofensivos y homofóbicos, añadidos con nombre y apellidos de los usuarios, estos, quizá sin saberlo, reafirman también otro tratado social.
En el primer caso, podría decirse que la broma de Pimentel es inmune a censuras así se lance a la cara de un público cucufato, debido a la ilusión de camaradería que los reúne en un evento definido por su campo sociocultural, donde el público y él se saben por encima de las normas que en casa de alguien no apto para las dispensas benéficas, tal vez se castigaría con algo más que látigos. Es decir, en tal caso las bromas e insinuaciones homosexuales están “superadas” y son motivo de risa, porque el personaje activo ha accedido a un blindaje solo propicio por su estatus.
En el segundo caso, la congregación de bravucones de Facebook responde a lo que Pierre Bordieu llama hábitus cultivado, que asimismo funciona de coraza para lanzar la piedra con nombre y apellido, sin saberse vetado en cualquier sucursal de su campo de trabajo o social. La pregunta, sin embargo, no sería el por qué a uno le celebran la broma y a otros, por solo mostrarse en fotos con sus parejas del mismo sexo la condenan, sino, si somos testigos de estos lados opuestos, ¿existe realmente ese punto medio, de consenso, al cual aparentemente puede acceder el grupo LGTBIQ sin aplicar ondas agresivas en el resto de la población?, o, ¿de qué depende que exista y en qué CAMPO sociocultural puede existir?
A través de mi última lectura, el libro “El acento en la diferencia”, publicado por la editorial Campo Letrado y, además, proyecto ganador de los Estímulos Económicos para la cultura 2020 otorgados por el Ministerio encargado de dicha área, puedo confrontar diferencias entre grupos socioculturales que, más que responder a la pregunta planteada, brindarían un mejor panorama en cuanto a la situación de dicho grupo minoritario. Como bien apunta Juan Carlos Cortázar, editor del libro, los relatos del libro difieren por lejos de la idea básica y tendenciosa del prototipo espectador que esperaría encontrar sexo a full entre personas homosexuales. Por supuesto, están presentes el coito y sus variantes orgásmicas, el culto al cuerpo, y todo lo enlazable a lo carnal, pero casi siempre como un acto natural a la vez que ilegítimo a ojos y juicio del principal óbice censurador: la sociedad.
No, los relatos van por otra vereda. Antes de hablar de lenguaje y técnicas propiamente literarias, yo diría que lo que acopla el conjunto transita por un flanco que, más allá del reclamo de aceptación e inclusión, apela a una estética de muestreo de algo tan simple y a la vez engorroso como la búsqueda de fraternizar, sea en casos de amor, odio o deseo, pero siempre cuidando de no revelarse con peligrosa velocidad. Por supuesto, aparece en los textos el rechazo y las taras hacia lo LGTBIQ, pero el buen manejo de puntos de vista y el planteamiento nada forzado en algunos casos, alberga al lector en un plano donde el ser LGTBIQ es el punto de partida, el pacto establecido y para nada la principal sorpresa o revelación. Desde ahí, un punto a favor de la obra. Como apunte personal, cuando leía los cuentos, en casi ningún relato me distrajo o me encasilló la parte “gay” del asunto.
Volviendo a la interrogante del inicio, en su mayoría los personajes son seres cotidianos, de clase media, sin estrellas en la frente que les briden blindajes exclusivos, pero, sin embargo, al terminar el libro me quedó la sensación de que algo faltaba: okey, este grupo social es vulnerable, pero ¿qué tal, por ejemplo, un pandillero o matón de barrio que sea LGTBIQ? Aunque en el relato “Los bares que vi morir”, de Javier Ponce Gambirazio hay un guiño a ello, no se manifiesta mucho más al respecto en el resto de textos. Lo menciono sin intención de deslucir la labor del compilador, y más bien recordando una idea que me vino hace años al ver la película chilena Una mujer fantástica, ganadora del Oscar. ¿Qué tal una película/obra que junte en un solo personaje el racismo, el clasismo y lo LGTBIQ? Pues, como dice Alfonso, personaje de la película No se los digas a nadie al ser consultado por Joaquín sobre su odio a los gays: “solo a los cholos rosquetes, porque esos cojudos contaminan el ambiente.”
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El libro contiene relatos de Gimena Vartu, Erika Almenara, Antonio Fortunic, Karen Luy de Aliaga, Javier Ponce Gambirazio, Sergio Galarza, Claudia Salazar, Jorge Ccoyllurpuma y Gabriela Wiener.
Para un mejor contexto, recomiendo empezar por la lectura de “Los bares que vi morir”, texto de J. Ponce Gambirazio, pues a modo de crónica, abarca un panorama real de lo que significaba ser gay para un sector poblacional en las últimas décadas. El texto puede enlazarse con “Matacabros”, de Sergio Galarza, relato ambientado en la extremadamente homofóbica década de los noventa. Un cuento que cumple, sencillo en forma, aunque un tanto obvio hacia el final, pero válido como fresco de una sociedad violenta y reprimida.
Destaco también los relatos “A ver, compórtense como señoritas”, de Karen Luy de Aliaga, compuesto casi enteramente por diálogos bien construidos a partir de pequeños datos que de a pocos y de manera dosificada van develando el hecho central. “Tríptico fronterizo”, de Claudia Salazar, un texto de voces y contextos distintos, cuya estructura fragmentada confina a cada personaje en algo así como una cárcel que es en apariencia pequeña al tiempo que muy difícil de quebrar.
Puede decirse que “Alessandrito”, de Antonio Fortunic, es uno de los textos más irreverentes del libro, y por ello más interesantes en cuanto a historias “desconcertantes”, pues, ¿qué tal una historia en la que el complejo de Edipo se dé entre hijo y padre?
Cuando en “Nosotros no somos los únicos conspiradores”, de Erika Almenara, Tupac Amaru II acaba con el español Antonio Arriaga, se transgrede en parte la idea del héroe que encausa su fuerza hacia el bien colectivo. Hay secretos de carne y piel bajo toda causa, y los héroes finalmente son más de carne que de espíritu.
El último texto del libro, “Tres crónicas”, de Gabriela Wiener, es la prueba de que para escribir sobre lo que ella escribe, se precisa (todavía) una geografía foránea. Tres breves crónicas aparecidas en El País de España, de difícil deglución en algún medio peruano. Una exploración distinta de la sexualidad, en cierto modo insurrecta, que marca distancia con el resto de textos justamente por su concepción.
Asimismo, es destacable el prólogo de Juan Carlos Cortázar, que más allá de anunciar la sustancia del libro, es casi un ensayo sobre lo LGTBIQ y las fisuras de todo ser humano.
Para culminar, considero que los puntos bajos del libro son los cuentos “Fábula de los cuerpos calientes”, de Gimena Vartu, y “El arquero celeste”, de Jorge Ccoyllurpuma. El motivo es su poca profundidad y el lenguaje por ratos exagerado, a pesar de sus historias para nada descartables.
Ficha técnica:
“El acento en la diferencia”, de varios autores
Editorial: Campo letrado
Año 2021
119 páginas
Tapa rústica
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