Por: Aarón Alva
Una mujer adulta, próxima a desnudarse en una tarima iluminada, rodeada de treinta o más hombres, representa una posibilidad discursiva, no siempre dentro del cubo ficcional; del mismo modo lo es una joven de diecisiete años, acorralada en un basural por una pandilla de diez chicos, dispuestos a hacerle un fusilico, viejo término para entender la violación grupal. La diferencia radica en que el primer caso responde a un escenario prefabricado, donde los asistentes saben de antemano que no podrán liberar la cara salvaje de sus instintos, pues serán contenidos por una especie de vuelta de tuerca, todavía infalible en gran parte de nuestra sociedad: la puesta en duda de su “virilidad” y “hombría” (su duración en el acto sexual o el tamaño de su miembro) a través de bromas lanzadas por la mujer en la tarima, la reina del show; así lo detalla Alexander Huerta Mercado, en sus ensayos El chongo peruano (2019) y Feliz seré (2020). Este es el caso de la “vedette” como símbolo patrio para entender a nuestra variopinta sociedad.
Por otro lado, el caso de la muchacha rodeada de chicos a punto de caerle como bestias en celo, presenta también una inversión de roles socialmente asignados que, desde un ángulo más totalizador, no solo referido a quién manda en el acto sexual, empodera con mayor amplitud el papel de la mujer: la capacidad de liderazgo. La diferencia entre ambas reside en que la adolescente en peligro SÍ es un personaje de ficción, llamada Maruja, heroína de No una, sino muchas muertes, novela canónica de Enrique Congrains.
Como punto de partida en la configuración de Maruja, debe prestarse atención a la representación multifuncional que Congrains le confiere a la ciudad moderna. Aquella instalación social que por los años cincuenta se revestía de migración y sobre población, será el territorio vivo al cual la protagonista tratará de imponerse, pero contra el que finalmente verá su voluntad reducida a la necesidad de seguir en constante lucha. Es preciso recordar que el autor, en su cuento El niño de Junto al Cielo, aparecido en el cuentario Lima, hora cero, ya le había conferido a la urbe una cierta cualidad monstruosa, expresada en las líneas finales:
“Entonces, ¿Pedro lo había engañado?… ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?…
De modo similar, observamos el fin del periplo de Maruja, cuando queda sola a los pies y brazos de una ciudad en la que su voluntad, fuerza y liderazgo revelados, estarán en peligro de ser insuficientes:
“Entonces ella, Maruja, subió a la tapia que avanzaba bordeando el camino, y que moría al pie de los brazos de la ciudad, y a pleno aire avanzó con la dura compañía de esas manos acrecentadas que la jornada le había ido labrando incesantemente”.
Sin embargo, esta representación no exhibe al inicio dicho atributo monstruoso, pero sí evidentemente anónimo a la vez que lejano. La obra apertura su acción con la figura de Maruja emergiendo del humo que tapizaba el basural, seguido de un sector de humedad y pudrición vegetal, chozas de adobe y esteras, muy distantes de las chimeneas industriales de la avenida Argentina, último punto visible por los ojos de la joven. La ciudad, o valga decir, el grupo humano de esa Lima en reformación, está sectorizado entre el camino blando y fangoso de unos y el voltaje industrial de un sector de rostro anónimo, tal como lo expresa más adelante el cobarde e irresoluto Alejandro, personaje al que Maruja trata de seducir y revitalizar, viendo en él una posibilidad de victoria para su propia voluntad de mujer:
—Escaparte (…) ¿Y a dónde vas a ir?
—¡Tantos sitios! —exclamó, señalando lo vasto de la ciudad de barro y cemento, donde el origen del polvo y las cicatrices se perderían en el rostro anónimo que lo esperaba más allá de ese basural extendido a lo largo del río.
Este anonimato expresado por Alejandro evoca un punto capital tratado en gran parte de la literatura latinoamericana (y también de otros espacios) durante el Siglo XX. Según explica Patricia D´Allemand, la ciudad llegó a suelo latinoamericano como ente opulento de implantación ideológica. Se percibe una avalancha cultural, material, tecnológica y económica foránea, cuyo principal modo de gobernación es el desalojo de lo tradicional por lo moderno. Aquello generó una fuerza de carácter invasor, diferente a la ejercida en Europa, donde las ciudades brotaron de la necesidad agrícola, pues sus fuentes mercantiles requerían puertos y espacios de comercio, sin que un lado anulase del todo al otro. La ciudad latinoamericana, (Lima, siendo más precisos para este trabajo), invirtió las cualidades y se perfiló como una ciudad para quien el campo, lo agrícola, debía trabajar. Basta con revisar las ciudades literarias hasta el Siglo XX para advertir este cambio. El Dublín de Joyce en Ulises, el San Petersburgo de Dostoievski en Crimen y castigo, ciudades donde aún se respiraba ese aire de rostros conocidos y saludos en variadas calles por las que el ojo narrador transitaba.
Sin embargo, tal cualidad de parentesco y alternancia conocida, vería desfigurada su condición en Manhattan Transfer de John Dos Passos, donde por primera vez la ciudad se presenta como personaje central, en la que sus habitantes parecen bailar sobre un piso cada vez más agitado y convulso, a causa del consumismo y la indiferencia del urbanismo moderno. Salvando distancias, puede advertirse cierta afinidad entre Nueva York y la Lima de Maruja, pues, al fin y al cabo, ambas tienen la capacidad irreversible de volver locos a sus pobladores, o destacar al más “capaz” y enviar al río al más “débil”. El factor humano convertido en mercancía y explotación.
Otro elemento destacable en Maruja y en la construcción novelística en sí, es la condición de descendiente de migrantes sugerida en el personaje, lo cual puede relacionarse a sus costumbres “no mostradas”, es decir, una cultura desligada de la hermandad o extensión con la Lima de los 50`s, que está condenada a apagarse. Son pocas, por no decir nulas, las referencias de gustos de Maruja (música, costumbres tradicionales, entre otros) por la sencilla razón de que, en la ciudad de aquel entonces, no serían admitidas con benevolencia. Tal vacío en el personaje de Congrains no revela un olvido de configurar su perfil, sino que justamente perfila la condición de muchos migrantes en cuanto a la cancelación forzosa de su propia cultura y costumbres en un espacio tan anónimo como hostil. Maruja es ante todo alguien “nuevo” que, a pesar de sus capacidades de líder, terminará contemplando una ciudad aún incomprendida del todo, que tampoco está dispuesta a comprenderla a ella. Mario Vargas Llosa califica como un acierto sutil la carencia de localismo folklórico, más propio de las novelas de protesta visiblemente panfletarias.
No obstante, el escenario reinventado en No una, sino muchas muertes, puede contrastarse al respecto con el de una novela recientemente reeditada: Malambo, de Lucía Charún Illescas. Aun cuando el contexto histórico de ambas novelas dista de cientos de años, estas comparten un sector geográfico que ha variado descomunalmente en cuanto a costumbres, localismos, cultura y cimientos urbanos: la ribera del río Rímac. Es cierto que la obra de Charún Illescas pretende exhibir la cultura del Malambo virreinal, donde los pobladores encontraban justamente en ella un modo de resistencia ante la tiranía colonial, y en ocasiones las descripciones pueden saturar las líneas y frenar el nudo de acción, pero no por ello cae en el cofre de las obras panfletarias, a pesar de sus defectos, tema ajeno a este ensayo. Su sincretismo, arte, gastronomía y toda aquella cosmovisión rica en mitos y leyendas de los antiguos habitantes de junto al río, han desaparecido en el mapa geográfico de Congrains, y no por motivos de transformación, sino, como ya se ha indicado, de ocultación en la ciudad moderna.
Eso en cuanto a la ciudad como elemento configurativo en No una, sino muchas muertes.
Para considerar el patrón de la mujer trabajado por Congrains, empezaré por una de las antagonistas: el personaje de la vieja, quien regenta el lavadero de pomos. Este personaje, poco descrito en cuanto a físico, no solo personaliza parte de lo “malo” y corrupto, sino que viene dotado de una inversión en los, por entonces, típicos roles sociales, que podríamos calificar como sustancial en la intención narrativa: el liderazgo femenino frente a los personajes varones. De ella se sabe conoce su astucia al negociar, su papel dominante frente a un tipo (el Zambo) cuya única utilidad parece ser la amatoria, pero sobre todo nos enteramos de su habilidad organizacional, prácticamente sin competencia. Nótese que, incluso hacia el final, Maruja no renueva el modo de gestión de la vieja, sino que, sencillamente, planea despojarla de sus medios para reproducir su empresa en otro espacio con otros trabajadores.
Si consideramos el punto de vista mitológico sobre los roles del padre y la madre entendidos tradicionalmente como hombre y mujer, la vieja en No una, sino muchas muertes, supone otra inversión de lo establecido. Maruja, movida por el ego en el camino simbólico de todo “héroe” (heroína, en este caso), debe enfrentarse a la figura paterna y tomar su lugar como dueña del universo. El hecho de que su proyecto consista en refundar el lavadero de pomos, es decir, continuar el trabajo de la vieja, no es más que la herencia de una figura paterna hacia su sucesora, la cual finalmente está preparada para prolongar su patrimonio. Por supuesto, aquel intercambio de roles llega a través de la muerte de la vieja, no a manos de Maruja, pero sí debido a su insurrección. Recordemos que las batallas alegóricas entre padres e hijos solo se dan cuando el hijo (la hija, Maruja) es digno de aquel enfrentamiento, luego de haber vivido un viaje de aventura cuyo fin es prepararlo espiritualmente para aquel conflicto familiar.
Antes del combate final, Maruja abandona la casa paterna (el lavadero de pomos), y en el trayecto recluta a su pequeño ejército mediante sus dotes de líder. Para ello, comprende la dinámica del grupo, su punto débil, el cual usa a su favor como fuerza de ataque. En resumen, la figura tradicional paterna está representada en la novela de Congrains por una mujer, la vieja, cuya muerte, real y simbólica, cederá a Maruja la función de nueva regente del lavadero.
Un detalle capital que construye la figura de la mujer en Congrains es el origen de su preparación vital, el cual se desarrolla en el mundo marginal. A diferencia del ideal de aprendizaje académico que escritoras como Clorinda Matto de Turner y Mercedes Cabello aspiraban para las mujeres, Maruja cultiva su completa educación en la calle, en las famosas “barriadas”. Como ya se expresó líneas atrás, esto se debe a su condición de descendiente de migrantes y será justamente aquella circunstancia la que dotará a la protagonista de una probabilidad muy particular: la heroína de No una, sino muchas muertes es posiblemente la primera heroína “marginal urbana” (término que será comentado más adelante) de la literatura peruana del Siglo XX.
Por supuesto, para entonces ya se habían publicado novelas con personajes mujeres protagonistas, como son Herencia, de Clorinda Matto de Turner (1895), y Blanca Sol, escrita por Mercedes Cabello (1988), y Zarela (1915 aproximadamente) de Leonor Espinoza de Menéndez, obra que comentaré en líneas posteriores. De todos modos, lo que las diferencia de Maruja es su entorno aristocrático o venido a menos desde familias de clase alta, además del carácter romántico, propio de una corriente artística que por esos años empezaba a extinguirse. Por ejemplo, en el caso de Blanca Sol y su personaje Josefina, perdura un temperamento algo quieto, que ve resuelto sus problemas por efecto de la fortuna (Bustamante, 2015); incluso verá solucionados sus problemas producto de una dádiva genuinamente romántica: la de casarse con un millonario y listo. Es decir, a diferencia de Maruja, todavía se observaba aquella dependencia del hombre o de la fortuna que este puede brindarle para su realización.
En el caso de Margarita, protagonista de Herencia de Matto de Turner, sí comparte el origen de migrante con Maruja, con la excepción de ser una mujer instruida en la lectura y la ejecución de un instrumento musical, el piano. Al mismo tiempo, como cita Bustamante (2015), ella se afianza en el seno familiar para superar las vicisitudes de su contexto, elemento del que carece Maruja, quien prácticamente se tiene a sí misma y a nadie más como peón de lucha. Debido a la condición social de cada una, es obvio el contraste en posesiones materiales que poseen y pueden usar a su favor, y esto se ve reforzado en una pieza propia de Maruja, que aparece en momentos puntuales, como para marcar un antes y un después en su temperamento: el tubo fluorescente roto que conserva al que ella atribuye el valor de reliquia y que ratifica su estatus social. Se trata, pues, de un objeto alguna vez usado en lugares modernos y pudientes, ahora convertido en basura. Sin embargo, a modo simbólico, podemos pensar en el fluorescente como en una espada, la cual, una vez destruida hacia el final, deja inerme a Maruja, y solo así podrá florecer la nueva y efectiva arma: su carácter de líder.
Respecto a la novela Zarela, de Leonor Espinoza de Menéndez, catalogada como la primera novela feminista del Siglo XX en el Perú, la joven protagonista lucha también por la reivindicación femenina a través de la educación, y su accionar heroico adopta una crítica a la clase aristocrática de la época: finales del Siglo XIX y primera década del XX. Los derechos femeninos en las clases media y baja son defendidos en la obra, aunque, lo que contrasta con Maruja, es su punto de partida; es decir, Espinoza apunta su texto desde un plano aristocrático, en el cual los temas matrimoniales, crianza de hijos, obediencia de la mujer dentro de un hogar, sumisión al marido, padre o tutor y demás prejuicios y abusos atávicos, se dan en un marco aún con techo, servicios básicos y ciertas comodidades.
En lo referente a lo “marginal urbano”, hay que tomar el término con cuidado. La palabra en sí (marginal) carece de una significación precisa, puesto que son varias las dimensiones que podría abarcar. Por lo general, suele englobar lo referente a la educación, vivienda e ingresos monetarios, pero también puede incluir a cierta cultura, costumbres y creencias. Desde ese ángulo, alguien “marginal” puede vivir con comodidades de vivienda y económicas (Cortés, 2006). De acuerdo con ello, el término es relativo. Para efectos de este ensayo, tomo la definición del Consejo Nacional de Población de México, el cual sostiene que la marginación visibiliza el fenómeno estructural que se manifiesta en la dificultad de transmitir y hacer viable el progreso técnico en los sectores productivos, y es expresado como foco de desigualdad participativa por parte de los ciudadanos y grupos sociales en camino al desarrollo y en el goce de los beneficios procedentes (Conapo, 1998). Es así que las mujeres retratadas en las novelas mencionadas encajarían como marginales en una sociedad que limita sus derechos, tanto en estratos de clase alta como baja, pues la desigualdad de participación y representación femenina, sea en los ámbitos político, socioeconómico y artístico era justamente lo denunciado por las escritoras citadas. Por ejemplo, aparte de lo conocido en cuanto a limitaciones de la mujer, en 1873 los intelectuales peruanos formaron el Club Literario, el cual trataba temas aludidos a la literatura peruana e impulsaba las obras que por entonces veían la luz. Por supuesto, solo estaba conformado por hombres y la participación femenina se limitaba únicamente a contadas invitaciones a las veladas y tertulias (Tauzin- Castellanos, 1995).
Regresando a No una, sino muchas muertes, la novela de Congrains no es la primera en retratar las famosas barriadas (espacios de viviendas precarias, por lo general ubicadas en las periferias, lejos del casco central y acomodado de la ciudad), pero, como se postuló líneas atrás, posiblemente la primera en componer una heroína perteneciente a aquellos nuevos grupos marginales que poblaron la ciudad de Lima a mediados del siglo pasado, provenientes del campo.
Por otro lado, recordemos que, si bien, las barriadas despegaron con fuerza por esos años, ya la literatura había empezado a tratar temas y personajes afines a dicho sector social. Uno de los primeros cuentos urbano marginales del que se tiene registro es El trompo, de José Diez Canseco, publicado en 1941. En él, el protagonista es un niño, no obstante, su madre va mostrando cierto perfil de “viveza criolla” que da un perfil distinto a la, por entonces, idea de la mujer sumisa. Aurora, nombre de la madre de “Chupitos”, (protagonista de El trompo), exhibe su picardía y arrojo al engañar a su marido y abandonar el hogar y a su propio hijo. Otro personaje femenino de la primera mitad del Siglo XX es quien aparece en el cuento Mi corbata (1933), de Manuel Beingolea, aunque no tenga el protagonismo ni la configuración de personalidad irreverente.
Es fundamental señalar que no debe obviarse el aporte otras escritoras peruanas de primera mitad del Siglo XX, cuyos personajes femeninos denunciaban y exponían las aún mayores dificultades de ser mujer en la sociedad de antaño. Por ejemplo, el cuento Lonja de tragedias (1940), de Rosa Arciniega, describe la “tragedia” que podía resultar para una mujer el quedar embarazada mientras luchaba por conservar su trabajo. El texto, también de corte urbano, exterioriza las indiferencias y frialdad de una ciudad donde, al igual que la mecánica del mundo de Maruja, el ser humano no es más que una mercancía para producir más dinero. Estando embarazada, la protagonista no le sirve a dicho engranaje. Asimismo, el cuento El guarguar (1927), de María Jesús Alvarado, retrata la idea de ideal citadino que se tenía por los albores del Siglo XX, donde la dicotomía entre campo y ciudad, tradición y modernidad, es solo el flujo de paso hacia el “éxito” para algunos cuantos. Igualmente, destaca también el cuento Del mal, el menos (1918), de Amalia Puga de Losada, que enfoca su visión en otros personajes femeninos también “marginales”, como fueron las brujas del siglo XVIII, un tipo de heroínas a su modo, condenadas no solo por sus creencias y costumbres, sino por su condición de mujer.
Posteriormente a No una, sino muchas muertes aparecieron otras heroínas en el ámbito artístico local, siendo quizá la recordada Juliana, película de 1989, dirigida por Alejandro Legaspi y el Grupo Chaski, la más recordada en cuanto a heroínas “marginales”. La misma obra de Congrains tuvo su adaptación cinematográfica en 1983, dirigida por Francisco Lombardi y protagonizada por Elena Romero, en el papel de Maruja. Rosa Cuchillo, novela de Oscar Colchado muestra también a una heroína, pero del ámbito andino mitológico. Si se piensa en lo urbano, la obra La pasajera, de Alonso Cueto, presenta otra protagonista mujer venida del ande a la ciudad, aunque con un tratamiento distinto, pues los sucesos a su alrededor devienen de un abuso perpetrado en el tiempo del conflicto armado interno de los 80´s. Como otra alternativa de heroína está Gabriela, personaje de una siguiente novela de Cueto: Grandes miradas, la cual se popularizó gracias a Mariposa negra, su versión en cine, cuyo personaje ya conoce los códigos de la ciudad y se sirve en parte de ellos y demás recursos, para intentar su deseo de venganza. Las últimas décadas han traído también protagonistas mujeres a las letras nacionales, como las trabajadas por Alina Gadea (Una vida para Doris Kaplan y Destierro), Fiorella Moreno (Ana, personaje central del cuentario La vida de las marionetas), las novelas de Karina Pacheco, entre otras.
Como punto final, solo queda resaltar la capacidad de aquel viajero de oficios que fue Enrique Congrains, quien, por suerte, un buen día se decidió a escribir, quizá como un desafío a su carácter nómada e inquieto.
Referencias:
Bustamante, G. (2015). La educación de las mujeres en dos novelas peruanas del Siglo XIX: Herencia y Blanca Sol. Tesis de maestría. Pontificia Universidad Católica del Perú. https://tesis.pucp.edu.pe/repositorio/handle/20.500.12404/6638
Congrains, E. (1958). No una, sino muchas muertes. Alfredo y Víctor Congrains L. Editores.
Cortés, F. (2006). Consideraciones sobre la marginación, la marginalidad, marginalidad económica y exclusión social. Papeles de Población Nº 47. Universidad Autónoma del Estado de Morelos. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2033157
Libertad, M (2022). Sabihondas e indiscretas. Antología de narradoras peruanas 1917-1957. Empresa Peruana de Servicios Editoriales. S.A.
Huerta – Mercado, A. (2022). Feliz seré. Fondo Editorial PUCP.
Huerta-Mercado, A. (2019). El chongo peruano. Mitin Editores.
Tauzin – Castellanos, I. (1995). La narrativa femenina en el Perú antes de la guerra del pacífico. Revista de Critica Literaria Latinoamericana. Año 21, Nº 42, pp. 161 – 187. Centro de Estudios Literarios “Antonio Cornejo Polar”.
Cegarra, J. (2002). Modernización, ciudad y literatura. Contexto: Revista anual de estudios literarios. Volumen 6 – Nº 8.
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1273525
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