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Reseña de «Cien cuyes», de Gustavo Rodríguez

Diecisiete años después el Premio Alfaguara vuelve a blandir la bandera peruana, esta vez de la mano de Gustavo Rodríguez y su novela Cien cuyes.

Ambientada en Lima y en el distrito norteño de Simbal, la historia se resume así: Eufrasia, asistenta social y madre de un niño, ayuda a un grupo de ancianos de clase media alta a morir a través de la eutanasia. La secuencia inicia con Doña Carmen y Jack Harrison, dos vecinos de Miraflores. Antes de fallecer, Doña Carmen le confiesa el plan de muerte a su amiga “Pollo”, habitante de un asilo donde también trabaja Eufrasia. Es ahí que el conjunto autodenominado “Los siete magníficos” convence a la protagonista de asistirlos en un nuevo proyecto suicida: morir frente al mar, asfixiados dentro de un Volkswagen Kombi. El hecho ocurre y se genera una bomba mediática —hasta Magaly Medina busca entrevistar a Eufrasia—, a la vez que un conflicto burocrático entre la asistenta social y los deudos de Tío Miguelito, líder de Los Siete Magníficos. Finalmente, Eufrasia queda libre, pero es diagnosticada con cáncer y decide consumar su propia eutanasia. Muere en Simbal, su pueblo nativo, acompañada por Nicolás, su hijo, y Merta, su hermana.

Aun cuando existan ideas de riesgosa concepción, suele decirse que toda historia es posible de contar, siempre y cuando se cohesione un contrato de credibilidad entre la obra y el lector y esta sea aceptada como una mentira verdadera. Se trate de presenciar una lluvia de ranas a lo Paul Thomas Anderson, o escuchar una gota de agua subiendo las escaleras a lo Dino Buzzati, existe para ello un variado compuesto de ingredientes con el fin de otorgar verosimilitud a la propuesta. Y es precisamente allí donde Cien cuyes se desmorona casi por entero, pues casi nada de lo sustancial de la historia resulta creíble.

Por supuesto, no hablamos de la premisa básica de “esto SÍ puede pasar en la vida real”, sino del tratamiento de escenas, personajes y sobre todo conflictos desde el ángulo narrativo.

Empecemos por Eufrasia. Sabemos de ella que vive en la zona sur de Lima, usa el tren eléctrico y proviene de Simbal, un pueblo campestre cercano a Trujillo, tiene un hijo al que cuida su hermana Merta y lleva una buena relación con los ancianos a quienes presta servicio. El problema con Eufrasia es que, como personaje asociado al sector menos favorecido de la sociedad, no va más allá ni ofrece alguna subversión del mismo. Desde su forma de hablar —son incontables las veces que usa el vocativo “seño y señito” en los diálogos—, hasta la inadmisible facilidad conque acepta todos y cada uno de los encargos de eutanasia, incluyendo el de su propia muerte, es un personaje prácticamente plano. Sea o no que el autor pretendiese otorgarle una personalidad sumisa, no existe mayor proceso de conflicto moral, económico, o lo que fuese, que de credibilidad a la supuesta gran dimensión de su dilema a enfrentar. Todo el combate interno que debiera sentir por su papel en la eutanasia colectiva ocurre y se resuelve casi al instante. Y es precisamente tal ausencia de angustia y tormento lo que llena de gratuidad dramática al texto.

Por otro lado, la configuración de Eufrasia como provinciana, mantiene rasgos pasados de moda en la narrativa social y —hay que decirlo— quizá un tanto prejuiciosos:

“Emocionadas, como quien asiste a la materialización de sus fantasías, las hermanas echaron un vistazo a la modesta recepción: un señor voluminoso atendía a un hombre de mediana edad tras el mostrador y una puerta de metal parecía desembocar en los misterios de toda esa estructura. Sus miradas se elevaron hacia el final de la fachada: nunca habían estado ante un edificio tan alto.”

Asimismo, más adelante vemos cómo la protagonista siente orgullo porque su hijo pronuncia correctamente una frase en inglés, además de los recuerdos que ella y su hermana comparten sobre la vergüenza por haber tenido una madre “chola”. Pero si una escena rebalsa el patetismo en la obra, es la concerniente a la canción Mambo de Machaguay. Eufrasia canturrea el tema en presencia de Doña Carmen y sucede lo siguiente:

“—Es el Mambo de Machaguay, ¿no?
Eufrasia abrió los ojos como los platos que pensaba retirar del escurridor.
—¡La conoce, seño!
La admiración de la asistenta no se debía solamente a que una señora pituca de Miraflores conociera un huayno de los Andes, sino a la ternura súbita que había aparecido en su rostro.
(…)
Y entonces, ocurrió el prodigio.
Una canción escuchada hacía ochenta años por una niña rica a la vera de una acequia encontró su camino entre bronquios, conductos y dientes postizos para unirse con el recuerdo que una empleada tenía de su casa.
(…)
Entonces, ambas unieron sus voces para el coro.

¿Es realmente un prodigio que una “doña pituca” conozca y cante un huayno popular junto a su asistenta?

Unas líneas más adelante observamos:

—Seño, le cuento algo. Pero no se ría.
—Qué cosa.
—Toda mi vida, hasta ahorita, yo pensaba que decían “mango” en vez de mambo

Y posteriormente, casi hacia el final, vemos esta escena de Liliana, sobrina de Tío Miguelito:

“(…) la encargada les dijo que esperaran, que les iban a entregar las pertenencias del difuntito.
A Liliana, aquel diminutivo se le antojó de una choledad infinita.

Pero dos líneas después se lee:

Liliana recordó al doctorcito y se imaginó que podía tratarse de un error de principiante.

Ojo, no se trata de analizar el texto desde lo “políticamente correcto” ni de apuntar balas de tinta al estilo sensitive readers (de hecho, en este portal rechazamos por completo aquellas posturas), pero sí de identificar aspectos que, al menos en la narrativa, confieren cierta incongruencia y ranciedad a la forma y contenido. En el mismo Ribeyro podemos leer la expresión “chola de mierda”; en Vargas Llosa se dice “chunchos, serranitos”, y así, una cantidad volcánica de agravios sin que estos abandonen su rol funcional.

*****

En cuanto a los personajes ancianos, aparecen igualmente fallas en su tratamiento. Si de por sí es difícil aceptar la idea de una eutanasia secuencial, lo es más aún cuando observamos que dicha tribu longeva tampoco transmite un motivo creíble, o al menos realmente tenso, para saltar a la muerte por decisión propia. El grupo autodenominado “Los siete magníficos” pierde a uno de sus miembros, y de pronto el resto toma la decisión de morir de manera romántica, ayudado por Eufrasia. El problema aquí es que hasta casi la página 190 del libro —254 en total— observamos a los ancianos pasar los días recordando sus mejores tiempos, sin que se vaya trazando un conflicto moral o existencial acerca de algo tan explotable —y hasta filosófico— como es el tema del suicidio asistido. Y es que gran parte de la obra está fabricada sobre recuerdos y más recuerdos de los personajes; estos, en vez de aprovecharse como hebra de avance, pretenden labrar un dramatismo “sentimental” en el lector. Alguien podría rebatir la idea con argumentos del tipo “pero así son los ancianos, recuerdan y recuerdan”; bastaría con recordar que el producto literario posee funciones prácticamente divorciadas de la vida real.

Por ejemplo, ¿Qué función cumple la muerte de la propia Eufrasia, si no es para redondear aquella escala de dramatismo ingenuo que canaliza la obra entera? El hijo de la protagonista la ayuda en su escena de muerte y se da la siguiente despedida:

“—Llora, mi hijo —susurró Eufrasia, contagiada por las lágrimas.
—¡Gracias!
—No, hijo —gateó la voz de la madre—. Yo te agradezco. (…) Me has hecho muy feliz. Y me voy muy orgullosa de ti.”

Últimamente es común observar pasajes “nostálgicos” como recurso de enganche en cine y televisión. Lo mismo ocurre con la descripción de paisajes y lugares turísticos. Hacia el cierre, mientras Eufrasia viaja desde Lima a Simbal, escuchamos largo rato al conductor del vehículo exponer la historia de cada sitio de paso. ¿En qué aporta ello, si no como mero adorno geográfico y visual?, pues no coexiste analogía que refuerce o contraste el tema central.

Volviendo a los ancianos, no se salvan de pasajes en inverosímiles e inocentes, sobre todo en su modo de hablar:

“—Bueno, una parte, sí —concedió Pollo—. Envejecer es una mierda.
Las miradas se cruzaron admiradas: era la primera vez que le escuchaban una palabra así de gruesa.”

Y en la misma conversación:

—No se trata de a qué edad mueres —insistió Tío Miguelito—, sino de qué plenitud estamos hablando. Si a mí me dijeran que voy a morir de noventa, pero tirando en un harén, ¡atraco! En cambio, ahora…
—La vida es un partido de fútbol —se animó a filosofar Giacomo—. No importa cómo empieza, sino cómo termina.

Finalmente, considero el lenguaje el bajón principal en Cien cuyes. Si bien se percibe una interesante variedad de vocabulario, abundan errores de estilo y de oralidad forzada en los diálogos, además del exceso de diminutivos y vocablos en desuso; a su vez, hay jergas fuera de lugar, lo cual, en vez de brindarle un natural tono de “calle”, entorpecen la unidad narrativa.

Tío miguelito, Martincito, hembritas, señito, hijito, sopita, bromitas, Carmencita, Henricito, calzoncito, doctorcito, pecosita, etc.
“Ahora lo sabían todos y tenía que apechugar esas bromitas.”
“—¡Ah, caracas! —exclamó—. ¡Me atrasan!
“(…) las escenas en que los villanos sueltan la perorata de sus planes…”
“Cuando estuvo más cerca, su preocupación le cedió el asiento a la fascinación”.
“Eufrasia se arrimó más cerca de Jack y estiró el cuello hacia él. Notó que el doctor le daba una rápida ojeada a sus pechugas, pero…”
“—¿Ya será hora del rancho? (…). Si ya será la hora del bitute.”
“Ubaldo pensaba que el ponja era un narrador oral nato…”.
“Decirlo así, abiertamente, fue el ábrete sésamo de sus aprensiones.”
“Pucha, que a mi papá lo abrazaron más que a la finadita.”
“Para concha, luego había llamado…”

Es todo.

Ficha técnica:
Cien cuyes, de Gustavo Rodríguez.
Editorial: Alfaguara
Año: 2023
254 páginas
Tapa rústica

 


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Encuéntralo en la página: 16

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