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Reseña y crítica de «Animales luminosos», de Jeremías Gamboa

Ocho años después de “Contarlo todo” (2013), Jeremías Gamboa presenta “Animales luminosos”, su segunda novela, publicada por la editorial Penguin Random House. 

 

En doscientos veintiún páginas —casi quinientos menos que su entrega anterior—, el autor nos cuenta la historia de Ismael Alaya Poma, un migrante peruano en Estados Unidos, cuyo trámite legal va sostenido por el estudio de una maestría en literatura. La acción principal del relato se cierne en una salida nocturna entre Alaya y sus amigos Todd, Nate y Nico, en la que el narrador en tercera persona ilustra parte de la vida de cada uno, y donde el radar de búsqueda se mueve en torno al flirteo.

 

Abre la obra una descripción lograda y elegante del escenario: el restaurante donde trabaja Todd, punto de reunión del grupo, seguida de una conversación un tanto jocosa entre los personajes sobre si su lugar de residencia es o no una “ciudad”. Es aquí cuando aparece una de las fibras centrales del relato: la definición y el valor adjudicado a algo (o alguien), de acuerdo con la idiosincrasia propia de cada sector poblacional. Y es aquí también cuando el narrador perfila su vista hacia el protagonista, y empieza a gestarse lo que considero el principal desacierto de la obra: el tratamiento del tema del racismo.

 

Vamos por partes.   

 

De antemano sabemos por lo expuesto en la contraportada que la narración guiará su flujo por el camino de un estudiante latino, por lo cual, el lector intuye desde el comienzo que dicha aparición no ocurre en las primeras páginas, donde el ojo narrador sigue la acción del personaje Todd. De Todd, se dice:

 

“Le gustó también porque la paga es buena, el ambiente es amable y su puesto, que logró debido a la armonía de sus facciones, la belleza pálida de sus ojos celestes y ese aire de elegancia que despide todo el tiempo sin necesidad de hacer ningún esfuerzo (…) el movimiento grácil de sus manos delicadas y hermosas.»

 

Luego, al describir a Nico, leemos:

 

“(…) un tipo de piel tan uniforme y tostada que hace pensar en el verano. Ese tono contrasta bellamente con sus ojos color de miel.”

 

Sobre Nate se describe:

 

“(…) el único que tiene la piel blanca, como Todd, aunque no es rubio como él. Tiene el pelo negro y algo alborotado y los ojos de un color verde muy intenso, tan intenso que a veces parecen azules, e incluso más azules que los pálidos ojos azules de Todd.”

 

Como vemos, la descripción de aquellos personajes recala en algo más allá de lo necesariamente objetivo, además del tono transigente. Sin embargo, observemos la aparición de Ismael Alaya:

 

“Es la figura que más desentona con el ambiente. Es cierto que es tan alto como ellos, solo que su piel, que es de un color ligeramente más claro que la de Nico, no hace pensar en playas, sino en el hábitat de un bicho asustado que ha venido desde muy lejos: sus rasgos son irregulares; sus ojos, pequeños y algo ensombrecidos: el corte, poco juvenil; y también extraña la ropa que lleva puesta, que lo hace parecer de otro tiempo. Su chompa, por ejemplo, parece tejida a mano con una técnica difícil de describir. Y, además, es posible que haya pasado la barrera de los treinta.”

 

Desde el punto de vista sociológico, el desacierto es claro y obvio: un personaje tiene todo el derecho del mundo de sentirse como un bicho que desentona en un concurso de belleza, pero no bajo el mandato y órdenes del narrador omnisciente, a menos que este pretenda secundar aquel desentonamiento, como ocurre aquí. ¿Por qué para el narrador el protagonista desentona con el ambiente? ¿Por qué el protagonista no le hace pensar en playas? ¿por qué sus rasgos le parecen irregulares? ¿por qué para el narrador la ropa del protagonista es extraña? 

 

Recordemos el inicio de “Alienación”, el cuento Julio Ramón Ribeyro: 

 

“A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo.”

 

La clave de su correcta marcha, a diferencia de la novela de Gamboa, está en el uso de la primera persona, la cual emancipa a la figura del autor de fortalecer los prejuicios presentes en tal corto párrafo, adjudicando esa voz a un personaje puramente ficticio.   

  

Una vez aparecido, son recurrentes las frases similares al describir a Ismael Alaya, y sobre todo es marcada la intención por revelarlo inseguro, cohibido y tímido a causa de su físico y condición de migrante. Veamos otras cuantas:

 

“Él se da cuenta que los imita, como si sus movimientos todavía no tuvieran autonomía. (…). Los nombres de los lugares de los que hablan no los ha escuchado jamás, ni las claves que dicen, ni la jerga que usan, y se siente como un niño aceptado en un equipo de gente grande que tiene propósitos que lo exceden (…) A él también le llamó la atención la belleza de su interlocutor la primera vez que lo vio, y hasta se sintió ligeramente nervioso.»

 

O como cuando se siente cohibido ante uno de sus amigos: “Cuando camina con Nate resulta común ver cómo a las chicas les cuesta no mirarlo: sus grandes ojos de un color azul esmeralda y el pelo negro cayendo con libertad sobre su piel generan un impacto inmediato.” Me pregunto, ¿y cómo cae un pelo SIN libertad? 

 

Lo mismo ocurre cuando aparecen personajes femeninos: 

 

“Es cierto que ya se ha acostumbrado a no besar en la mejilla a nadie y en momentos como este lo agradece, porque le costaría mucho saludar con un beso a Margaret. Es una chica delgada con frondosa cabellera color ámbar, ojos grandes y de un inmenso color aguamarina que podría paralizar a cualquier ser vivo. Incluso le costaría con Laura, una rubia algo más alta y gruesa que ella, de ojos lavados y labios pequeños que podría ponerlo nervioso si se acercara demasiado a su piel.”

 

Considero la siguiente frase como una de las cumbres del pensamiento derrotista y acomplejado del personaje:

 

“Él también podría hablarle directamente si tuviera el aspecto de Nate, piensa.”

 

Este desacierto, sin embargo, no es solo perceptible desde un punto de vista literario, sino también antropológico. Alexander Huerta Mercado, antropólogo, explica muy bien en su libro “El chongo peruano” (Estruendomudo, 2019), las fases por las que el personaje peruano marginado socialmente ha recorrido su trayecto hacia la actualidad. Cita en su ensayo, por ejemplo, a Tulio Loza, quien revolucionó la forma en cómo era percibido el “cholo”, pues con sus personajes daba una vuelta de tuerca a los estereotipos de ingenuo y pasivo con que se etiquetaba al provinciano venido a la capital; era él adoptaba actitudes irreverentes, acriolladas y positivas y debido a ellas era hasta capaz de “conquistar a la hija del patrón.”, en palabras de Loza. A partir de ahí, los personajes que representaban al provinciano marginado han tenido, a pesar de sus también desaciertos y no del todo libres de prejuicios, esa actitud de confrontar. Sobran los ejemplos. Luego, Huerta menciona el caso de Carlos Alcántara y su Asu mare, obra que expone la supervivencia de una sociedad criolla heredera de genes migrantes, basada también en la conocida viveza y el ingenio popular.

 

Es por eso que considero al personaje de Gamboa, un personaje más bien desfasado, el cual aún se queja de su propio origen, odia a su país por el racismo recibido, se avergüenza de su apellido, todo esto con una actitud demasiado pasiva, teniendo en cuenta que casi en todo el libro, (a excepción de la escena de la entrada a una discoteca) no vemos directamente golpes de racismo contra él por parte de los otros personajes; justamente, otro de los puntos bajos de la obra es la conformación del subtexto, aquel poder invisible que congeniaría mejor en un relato de corte íntimo y psicológico. No es un requisito u obligación adherir humor o sátira en una novela, pero vuelvo a la idea que hay temas que pueden, o quizá deben, ser tratados desde un ángulo lúdico, irónico y hasta patético si se quiere, cercano a lo que, por ejemplo, efectuaba el mismo Ribeyro con temas similares. De lo contrario, como ocurre en «Animales luminosos», el proceso es absorbido por un excesivo tono lastimero que termina abrumando al lector y no ve más opción que girar hacia una «redención» un tanto plástica y demasiado condescendiente para el personaje. 

 

El ascenso hacia su “redención”, empieza recién en la página 116 del libro, cuando observamos un repentino cambio de actitud del personaje al aconsejar a uno de sus amigos acerca de un posible embarazo de la pareja de este. Todo cambia de pronto y empieza a cimentarse el puente hacia el supuesto triunfo del protagonista, guiado de la mano de una Josefina, también latina, que comparte sus prejuicios. Aquí falla lo súbito del cambio de su actitud, volviéndola poco creíble.

 

Notemos lo siguiente: no es hasta prácticamente el final en que conocemos el nombre real del personaje, quien nos venía siendo presentado simplemente como “él.” Mostrar su nombre, revelarlo, así como su lugar de origen, es su supuesta aceptación. Esto no ocurre en “Contarlo todo”, puesto que en dicha novela sabemos desde el comienzo el nombre de Gabriel Lisboa, lo cual ejerce en él cierta personalidad para con nombre propio escalar hacia su objetivo. Un dato considerable. 

 

Respecto a la forma, esta vez el autor opta por las escenas en tiempo continuo, la acción y no el resumen de tramos largos como en contarlo todo, donde casi no aparecían diálogos. Considero que a Gamboa le viene mejor aquella forma de narrar, con la que pudo sostener más de setecientas páginas y muchos tramos de la vida de Lisboa, sin caer en descripciones y pasajes lentos y nada esenciales en la presente novela. El lenguaje, bueno al principio, decae justamente por dicho motivo, aunque realza un poco hacia el final, en la escena descriptiva del cielo y el pase del día a la noche.

 

En resumen, si bien “Animales luminosos” no es por completo criticable en cuanto a forma y estética, sí lo es en cuanto a trasfondo y personalidad y la instauración de un espíritu que la literatura, la buena, batalla siempre por cambiar.

 

 
Ficha técnica:
 
«Animales luminosos», de Jeremías Gamboa 
 
 
Año 2021
 
221 páginas
 
Tapa rústica

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