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Reseña de «Habitar el desasosiego», de Eric V. Álvarez

 

 

 

Por: Aarón Alva

 

    Allá por finales de 1924, luego de haberse publicado por primera vez La montaña mágica de Thomas Mann, el júbilo y solemnidad en el rostro de lectores jubilosos y solemnes, debe haber estallado como una bomba de triunfo, si se piensa que estos lectores, sea por casualidad o aventura intelectual, se dieron la chance de ojear un tal Ulises, de un tal James Joyce, que dos años atrás había presentado un artefacto prácticamente extraterrestre para aquel tipo de lectores. No muchos años atrás había ocurrido lo mismo en el mundillo del arte con Marcel Duchamp y su “obra” Urinario, así como más tarde con Warhol y sus Cajas de brillo. Había muerto el arte, o en todo caso, empezaba a aparecer el “arte luego del fin del arte”, en palabras de Arthur Danto. En fin, los términos sirven aquí solo como postas de división temporal para dejar en claro algo que a, veces, cuesta admitir y, muchas veces, peor aún, cuesta tatuar en la piel: ya no puedes escribir – pintar- esculpir- así. Esa forma ya murió. 

 

    Esta semana leí la novela “Habitar el desasosiego” del escritor Eric V. Álvarez (La Oroya, 1982), publicada por editorial Quimérica, y la sensación emanó con la sustancia del párrafo anterior. La obra narra dos historias: el periplo del literato peruano Javier Deustua, cuya búsqueda de Bernardo Soares (heterónimo de Fernando Pessoa), lo conduce a la muerte; y la historia de la provinciana portuguesa Isadora, especie de ideal femenino de casi todos los personajes varones. Si bien ambas historias distan de diez años, conllevan una a la otra y funcionan como símil de dos viajes en apariencia distintos, pero que comparten un mismo fin: tanto Deustua como Isadora, buscan en el fondo una “vida” nueva, un rescate espiritual, ambos embarullados por la presencia de Bernardo Soares. 

 

    Bien, como disparador la idea es interesante. Una novela sobre heterónimos de Pessoa (no solo Soares, también Alvaro de Campos, entre otros), sobre el panorama literario de la época desde el punto de vista de un peruano, sobre la escritura en sí, que, si bien es un tema manido, no dejará de variar cada lustro o década a lo mucho, sobre las obsesiones, muerte, etc. El problema principal está, sin embargo, en la forma, el tono y el seno temporal donde V. Álvarez encausa su búsqueda. Vamos por partes: abre la novela con la llegada de Deustua a Lisboa y una descripción muy a lo Siglo XIX de una ciudad: “La neblina envuelve a las personas con una capa de humedad…”, “la imagen recortada de los edificios contra el cielo, como en una pintura, afantasmados por esa aureola de vapor.”; “las colinas que compara con gigantes dormidos”, y sobre todo ese tono sombrío y melancólico que, desde el inicio, se auto sabotea al chismear al lector que el personaje ha venido a morir, y lo hará en búsqueda de una “verdad”, tal como las novelas decimonónicas. Tal cual ocurre en la llegada de Isadora, también a Lisboa: 

 

“¿A qué has venido, muchachita?, le dijo él, cuando empezaron a caminar por una de las veredas, cobijados por los espaciosos alerones que sobresalían de los edificios. “He venido a buscar una vida: la mía”. 

 

 

    Entonces, desde el vamos, el lector sabe cómo y por dónde acabará la cosa. 

 

A esto se suma el tipo de conversaciones en extremo solemnes y engoladas acerca del “arte puro” y aquel idealismo encorsetado del escritor como tipo solitario, impenetrable, un odiador del mundo, misterioso, y he aquí otro de los fallos en la obra: se pinta desde el inicio una idea de enigma, casi de ídolo hacia la figura de Soares por parte de Deustua, pero al conocerlo y oírlo hablar, el lector se topa con un personaje más, descrito con cierto facilismo y prisa, sin alcanzar, por ejemplo, la tensión aventurera de “Los detectives salvajes” al buscar a Cesárea Tinajero. Todo ello, sin contar que gran parte de la novela se acoda en lo que parece más un problema de triángulos amorosos que por ratos abruma y distrae.  

   

Otro planteamiento erróneo por parte del autor es el uso del lenguaje, otra vez demasiado a la antigua, sin lugar en ningún momento para el humor, el sarcasmo, la ironía. Recordemos, por ejemplo, que, si bien, La montaña mágica de Thomas mann fue calificada como la última obra romántica, no es del todo una novela solemne, o en todo caso, contrapone personajes tan graciosos como el señor Alvin o el holandés gigante y hippie, que equilibran las conversaciones encorbatadas de Settembrini y Naptha, sin dejar de tocar temas como la muerte o los torrentes de caos espiritual que remojan a los personajes.   

 

Un siguiente punto flaco es el ojo muy descriptivo de movimientos, calles, cielo lluvioso (una figura quemada en la misma obra), que cargan la obra con información en extremo sobrante.

 

Por otro lado, pienso que el autor ha dejado pasar un material más que interesante en la obra: la aparición de un fanático nazi. Aquella parte de la historia sí que hubiese dado un equilibrio aun mayor y un mejor simbolismo a la idea de la muerte y enfermedad que trota en la novela. Aquel fanatismo representado por ideales nocivos, en apariencia racionales, es pan nuestro hasta el día de hoy. La historia de Deustua, Soares e Isadora por un lado, y la del nazi fanático por otro. Total, en el fondo son todos propensos a morir por lo que buscan. Son todos unos románticos. Ojo, no es que los tiempos repartidos en el caso de Deustua e Isadora no funcionen —de hecho dan respiro al libro —, pero opino que el contraste más explotable se daría con la historia más desarrollada de Anton Drexler, el joven nazi.

 

Cierro el texto con una experiencia personal. Hace dos días vi en Netflix la versión hollywoodense de Ana Karenina de León Tolstói. Como todo intento de adaptación cinematográfica de un monstruo novelesco, termina siendo escuálida en cuanto a personajes, casi un resumen faltoso a pesar de sus dos horas de duración. Sin embargo, los productores saben que más faltoso sería calcar un escenario de siglos atrás, sin un soplido de modernidad. Si se animan a verla, fíjense en la ambientación. Solo diré que representa bien lo “cerrado” del pensamiento pasado. 

 

En tres semanas llegaremos al 2022.     


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