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Reseña de «Le dedico mi silencio», de Mario Vargas Llosa

Reseña de «Le dedico mi silencio».

Por: Aarón Alva

Es curioso decirlo, pero Mario Vargas Llosa ha escrito, en parte, una novela ribeyriana.

En el epílogo de su carrera como escribidor —declaración propia que generó debate, nostalgia y hasta burla en unos y otros— el nobel peruano presenta Le dedico mi silencio, la que sería su última obra de ficción. La obra va sobre Toño Aspilcueta, un modesto y angosto crítico musical, profesor de colegio, casado y padre de familia, cuyo fervor por la música criolla lo convoca a una empresa casi utópica, la de unificar a un país descosido por el clasismo, el racismo y todo prejuicio explosivo, a través de un libro. La vida de Aspilcueta, como buen prototipo ribeyriano, esconde un deseo al rojo vivo de gloria y respeto, abatido por la frustración de su “marginalidad”. Su trabajo ondula en publicaciones casi anónimas de bajo presupuesto, vive en un Villa El Salvador golpeado por el terrorismo y está secretamente enamorado de la cantante Cecilia Barraza, su amiga. Todo cambia en un concierto de Lalo Molfino, joven guitarrista norteño, cuya soberbia destreza con el instrumento asombra a Toño y lo alienta a escribir sobre él. Sin embargo, el músico muere a los pocos días, y es cuando empieza de modo simbólico el ascenso y caída del protagonista.

Recrear documentalmente la vida de Molfino deriva en obsesión para Toño, quien viaja a Puerto Eten, pueblo natal del guitarrista, y encuentra más dudas que pistas concisas: Molfino abandonado al nacer en un basural, criado por un cura, músico autodidacta, huraño y desconfiado, sin descendencia futura, hechos que recrudecen en Toño un trauma antiguo y roedor, la sensación de ratas meneándose en su cuerpo.

La obra alterna capítulos de acción y ensayos de Toño Aspilcueta (el protagonista) sobre el criollismo musical, la idiosincrasia nacional y la “huachafería”, aquella marca peruana que, según el personaje, es nuestro mayor aporte al mundo. Por supuesto, la reunión de estos ensayos conforma el libro y tesis del personaje, un intercambio de puntos de vista a la manera de La tía Julia y el escribidor.
Como gran narrador de historias de aventura, Vargas Llosa no pierde vigor. La obra es ágil, de mesurada y precisa tensión, con personajes ambiciosos de una utopía nuevamente social y, sobre todo, deudores de un mito, el cual el es operado en forma propia por el nobel peruano. Pues, sí, la aventura de Toño Aspilcueta, es una variación del mito de Orfeo y Eurídice, con un intercambio de roles y géneros. En este caso, Aspilcueta es seducido por las cuerdas (guitarra en vez de lira) de Molfino, y cuando conoce de su muerte, viaja hasta los infiernos (representado por el basural lleno de ratas) para desde ahí “revivir” al prodigioso músico, estimulado por una pasión que sólo él goza y sufre. Esta pasión destruye parte de su propia identidad al descubrir las coincidencias biográficas entre ambos y alimentar con polvo su esperanza de congraciar a un país (y luego al mundo entero) tan dividido socialmente como el Perú, a través de la música criolla. Si bien el viaje y aprendizaje del protagonista no finaliza en tragedia, sí concluye en el destierro de toda creencia unificadora. El aparente triunfo de Aspilcueta al vender hasta tres reediciones de su libro, al recibir invitaciones internacionales, al ocupar una plaza de catedrático en San Marcos, no es más que la construcción de su propio desastre. Mediante aumentos y excesos en cada reedición del volumen, el modesto Toño intenta contentar toda crítica y supuesto vacío de la edición anterior. El resultado, un menjunje de información gratuita y añadida por capricho. Su punto de quiebre, tanto físico como mental, se da en su despido docente y vuelta al plomizo anonimato que tanto aborrecía. Similar a las criaturas del flaco Ribeyro, el candoroso Toño culpa al resto de no “apreciarlo”, de tener ante sí a un campeón mal comprendido y subvalorado, quien finalmente se desmaya y es enjaulado en una ambulancia, entendida esta como el ataúd de su descalabrada aventura. A diferencia de Eurídice y Lalo Molfino, Toño Aspilcueta sí logra “revivir”, aunque sin mayor oportunidad de brillo próximo, pues, a pesar de su fugaz celebridad, pertenece a un sector excluido de luces y tablones mediáticos. Una cosa es besar la mejilla y tomar el té con tal o cual famosillo, y otra muy diferente es bailar en su mismo piso.

“—Dejémonos de hipocresías. Eso era antes. Ahora que soy un intelectual de verdad puedo aspirar a mucho más”. Frase de Toño Aspilcueta a Cecilia Barraza.

Digamos que, a diferencia de varios de sus antiguos luchadores (políticos, sargentos, cadetes, dictadores, jaguares), Vargas Llosa ha elegido un tipo liviano, de esquelético poder, pero siempre con ese deseo calcinante de perfeccionar una sociedad. He ahí parte de la esencia y batalla del buen varguitas y la inagotable devoción por las quimeras en sus hijos ficticios.

A su vez, los ensayos del protagonista resultan piezas atractivas, casi independientes del drama, pero con la función de perfilar aquel desborde de información mencionada. Pasando por Felipe Pinglo hasta Chabuca Granda y otros artistas nacionales contemporáneos, asistimos a un mapeo del origen y desarrollo del criollismo, auscultado bajo un visor artístico y social. Material valioso.

Sé que las comparaciones son pantanosas, casi siempre gratuitas, pero es inevitable leer a Vargas Llosa sin pensar en su propio antecedente literario. Por supuesto, ya no estamos ante ese explorador de formas y estilos que construía e innovaba con tinta de volcán, con frescura intrépida y juvenil, pero sí ante un veterano que, aún en sus últimos años, reafirma su condición de esclavo de la literatura sin deseo de liberación. Y ello, como obligada factura del tiempo, no libra de puntos bajos a la novela en cuestión. Existe gran cantidad de diminutivos que resulta melosa y plástica, y quita fluidez a la lectura. A su vez, aún dentro de la ficción y el contexto que describe, no es creíble el modo en cómo Toño Aspilcueta obtiene ayuda financiera: de la noche a la mañana, un vecino le regala cinco mil soles para costear el viaje y demás diligencias en la investigación. Recordemos que la obra transcurre en un lugar de bajos recursos y azotado por el terrorismo. En cuanto a los diálogos, estos por ratos suenan postizos, muy “pensados” para el entorno de los personajes, hecho contrario a la tesis de Barthes sobre aquella inmersión del escritor en la opacidad pegajosa de la condición que describe.

Es así como el nobel peruano cierra su etapa ficcional, con una novela a su altura que honra el único compromiso al cual ha sido y será fiel hasta su muerte, el de escribir.

 

Ficha Técnica

Le dedico mi silencio, de Mario Vargas Llosa

Editorial: Alfaguara

Año 2023

301 páginas

Tapa rústica

 


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